miércoles, 25 de marzo de 2009

CUENCO

Era al atardecer. Cuando el sol empieza a ocultar la miseria del día entre los aledaños de los olivos y las ciénagas. El invierno comenzaba a despuntar y a comerse al efímero otoño que ya no podía sostener el calor agradable de la entrada de la estación invernal. Desde el umbral de la puerta de su casa Patricio observaba como la escena de la puesta de sol le evocaba tiempos pasados. Ahora estaba solo. Ya no tenía nada. Solo le quedaban los campos y a su amado Cuenco. El único que había sobrevivido a los sucesos de la época. María estaba enterrada debajo del álamo. Mariano, su hijo, había abandonado el pueblo hacía varios años. Solo se veían en contadas ocasiones al año.
Patricio cogió la pipa del bolsillo de su chaqueta de pana. La cargó y la encendió. La primera calada la aspiró de tal manera que su cuerpo se inundó de aquel olor singular. La tez se le frunció al tiempo que manifestaba, con aquel gesto, una pequeña cualidad humilde y modesta.
Era cierto. El era así. Era modesto hasta en sus modales. No le gustaba contrariar a nadie. Ni le gustaba que nadie se sintiera incómodo por alguna de sus actitudes. En el pueblo era bien conocido por esta circunstancia. Además tenía buen porte. Era alto y a pesar de sus años seguía manteniendo esa buena planta que tanto había alardeado su mujer.
Recordó en aquel instante cuando plantó los olivos con su padre. Los ánimos y consejos que le dió le evocaron una pequeña pena porque parte de los suyos ya no estaban con él. Miró a Cuenco, que ya deambulaba con pesadez. Subió el pequeño escalón del porche. No podía durar mucho más. Se sentó torpemente encima del pie derecho de su amo, al que le transmitió en un instante un difuso calor agradable. Al mismo tiempo sintió un hormigueo que le recorrió todo el cuerpo, como si en ese instante el perro le diera todo lo que necesitaba. Una prueba de cariño y amistad. Fue, ese momento, el último acto de Cuenco.

jueves, 12 de marzo de 2009

EL VEDOIRO

Manuel estaba nervioso. Sus ojos le saltaban. Entreabrió la puerta de la paridera y la volvió a cerrar. Regresó sobre sus pasos y tomó el desvío que había después de la casa. Aquella calzada lo llevó al cementerio. Allí estaba la iglesia. Entró en ella con la mirada fija en el suelo. Afuera llovía. Se paró y miró a su alrededor, a la izquierda y a la derecha, con el paraguas abierto. Se formó un charco de agua. Siguió andando por la nave central y súbitamente cerró el paraguas. La gabardina le chorreaba. El barro fue dejando su huella. Siguió de frente hacia el altar. Se paró a la altura del confesionario del párroco y se dirigió hacia él. Tocó en la puerta, abrió las portezuelas y no lo encontró.
—¿Qué haces por aquí Manuel? Parece mentira lo que has crecido.
—Busco a Don José, Ramona. ¿Lo ha visto?
—Esta mañana. Iba a la misa del pueblo de al lado. Aún no ha venido. Pero me imagino que no tardará en venir porque me tiene que dar las llaves para limpiar los candelabros que están en la sacristía.
—Yo necesito verlo urgentemente.
— ¿Pues si quieres esperarlo? O ven mas tarde.
Manuel se sentó en el banco que había delante de la sacristía. Se quitó el impermeable y lo zarandeó sacudiendo el agua que aún le quedaba. El suelo empedrado se llenó de salpicaduras. Ramona al oír el ruido se volvió. Estaba inquieto. No paraba de moverse. Se levantaba y se volvía a sentar. Cruzaba las piernas y las descruzaba. Recorría el banco de un lado a otro. Un portazo de la puerta de la iglesia le hizo girarse sobre sí mismo. No era el párroco, sino una mujer encorvada y con gayata que arrastraba los pies. Su movimiento era lento, pausado y armonioso que resonaba en el silencio de la iglesia. Se sentó cerca del altar. En la primera bancada. Posó el bastón sobre el banco sin ningún miramiento de no hacer ruido. Ella se arrodilló y cubrió su cara con sus manos. Manuel cuando levantó los ojos, se fijo en ella y exclamó:
—¡Pero si es…!
En ese momento la puerta de la iglesia se volvió a golpear. El semblante de Manuel reflejó un momento de regocijo al ver acercarse al cura por la nave izquierda. Se le acercó como cortándole el paso.
—¿Qué pasa Manuel?
—Don José estoy asustado. Tengo miedo. Lo que le voy a contar es un reto para mí.
—¿?
—Mire. La semana pasada en la misa del funeral de Doña Carmen cuando usted hizo el responso antes de que se la llevaran al cementerio, las velas del lado izquierdo se apagaron. ¿No las vio usted?
—Yo no vi nada.
—No me diga eso.
El cura lo cogió del brazo y se lo llevó a la sacristía. Entraron en ella y trató de calmar al muchacho. Pero su nerviosismo lo hacía encabritarse aún más.
—Lo de las velas sería alguna fantasía tuya. ¿Cuántas veces me has venido contando historias extrañas? Al final son todo mentiras. Ilusiones que te haces.
—No. ¿Sabe que en el pueblo hay una leyenda que cuando se apagan las velas durante un funeral alguien se va a morir pronto? No. No lo sabe porque usted lleva aquí poco tiempo. Y nunca le ha pasado. Y usted me toma como el tonto del pueblo, ¿verdad?
—Manuel, no digas eso. Son tonterías...
—Por eso no me cree. Sepa que según esa leyenda si se apagan las de la izquierda morirá un hombre, y si son las de la derecha se morirá una mujer…
—¡Vale ya!, Manuel. Sólo Dios Nuestro Señor sabe el día de la muerte y es el único que nos llevará a la otra vida. Mira hazme un favor y eso es por tu bien. Vete a casa y tranquilízate.
Los gritos del eclesiástico alarmaron a Ramona que se acercó a la sacristía. Detrás de la puerta oía la conversación. Ramona al oír aquello se santiguaba y miraba al cielo al mismo tiempo que recitaba una jaculatoria a la Virgen de la Barca. La mujer que estaba en el banco no se inmutaba. No hacía ningún gesto.
El muchacho no se quería ir. El cura le insistía que se marchara. La negación era reiterada.
—Mire Don José, quiero que me confiese.
—¡Hombre!, no.
—Sabe que no se puede negar.
Ramona se acercó al altar de San Antonio que estaba al lado de la sacristía simulando que estaba limpiando la imagen cuando salió Manuel. Lo miró. El recogió del banco su paraguas y el impermeable y se acercó al confesionario del cura, detrás de él, unos momentos después, apareció éste revestido con un roquete y una estola morada. El semblante tenso con las cejas pobladas marcaba su faz con las arrugas que le poblaban toda la cara por los dos lados. Al mismo tiempo cuando pasó a la altura de Ramona la miró en un acto de complicidad a la vez que iniciaba un resoplido. La mujer ni se inmutó. Cuando pasó por delante del sagrario el cura hizo una genuflexión. Manuel lo esperaba de pie delante del confesionario. Cuando llegó el cura se sentó cerró la puerta y Manuel se acercó y se quiso arrodillar pero se encontró con una advertencia del cura.
—Si quieres confesarte hazlo bien. Prepárate como es debido. Examina tus pecados, haz acto de contrición, y después te acercas.
Manuel se puso en un banco que había a la altura del confesionario. Dejó el paraguas y su impermeable. Después de un rato se acercó al confesionario se arrodilló y se puso delante del cura. El cura puso la mano sobre su cabeza ladeada. Los ojos los tenía cerrados. En un momento se tiró hacia atrás como si algo le hubiera movido el cuerpo. Empujó al muchacho abriendo con energía la contrapuerta del confesionario. Rodó por los suelos y se marchó directamente a la sacristía. Se quitó las ropas y corrió por la iglesia hacia la calle. La sotana al viento mostraba los pantalones negros.
Ramona que estaba al tanto de lo que pasaba se acercó al muchacho y le preguntó:
—¿Qué pasa Manuel?
—Que Don José no me quiere creer.

Cuando Ramona estaba asistiendo al sacerdote que había venido a oficiar el funeral le preguntó:
—Ramona, ¿usted sabe que ha pasado con Don José?, porque era un hombre joven y fuerte. ¿Por qué ha muerto?
—Usted si que me va a entender Don Francisco.
—Rápido que estoy impaciente.
—Manoliño, como le llamo yo, tuvo una desgracia cuando lo bautizaron. Sólo lo sabíamos Don Eulogio que fue el anterior párroco y yo. Al rapaz lo bautizó, por error, con los óleos de los muertos.
—¡Jesús! Un vedoiro

Don Eulogio se quitó la casulla, la estola y el alba. Sin ningún otro comentario hizo una inclinación al crucifijo que había en la sacristía y se fue cabizbajo al cementerio.

miércoles, 11 de marzo de 2009

LA SEÑAL DE LA TENSIÓN (Cara y cruz)

Jan empujó el plato hacia el centro de la mesa y con la boca medio llena murmuró un sonido imperceptible. Se levantó. Tiró la servilleta sobre la mesa manchándola al caer encima de la comida. Salió de la cocina. Dio un portazo y se encerró en la habitación.

Era un jueves de noviembre. Los noventa habían pasado y ya los dos mil estaban haciendo sus jugarretas. Julia había decidido no ir a clase de Historia de Aragón que organizaba una entidad financiera para las mujeres de sus empleados. Allí se juntaban las señoronas, venidas a menos, que paseaban sus menopausias y sus alhajas de una forma más cultural; para unas era una excusa; otras, se escabullían de su hábitat familiar y, así disfrutar de un día libre sin tener que aguantar a sus maridos en unos casos y, en otros, de la saturación de los nietos huérfanos de padres por horas. Iba pensando en sus mundos. Pensó en llamar a Lidia y no lo dudó, la llamó al móvil.
—Lidia, ¿a qué hora sales?
—En estos momentos estoy fichando —le contestó.
—Si quieres te voy a buscar y nos tomamos algo.
—¡Vente! —le dijo—. Te espero en la puerta de personal. Hazme una llamada perdida cuando este cerca. ¿Julia ocurre algo?
No la pudo escuchar. Había cortado ya la comunicación.
Julia y Lidia estuvieron una temporada sin verse. Se perdieron de vista. Lidia emigró y volvió. Allí estaba su amiga en los momentos difíciles de la vuelta. Alguna vez se lo recordaba: “Nunca te pude agradecer lo mucho que hiciste por mí cuando volví. Llegue tan desencantada...”
Cuando se vieron Lidia estaba inquieta porque Julia raro era que se saltara un día de clase, sobre todo de una asignatura que le gustaba mucho.
—¿Pasa algo, Julia? —le pregunto con cierta preocupación.
—No. Si te soy sincera no me apetecía ir a clase de Historia y decidí llamarte para hablar de nuestras cosas.
Hablaron de Jan, de las reformas de la casa, de la vuelta de Lidia de sus madres y de... Lidia había tenido una aventura que no salió bien. Lo dejó todo por él. El disgusto de su madre fue tremendo. No tanto el de su padre. La vida la abofeteó y no quería volver a poner la otra mejilla. Con una vez ya valía, —pensaba.
—Lidia, estás soñando despierta —dijo Julia—. ¿Qué es eso de que una vez ya vale?
—No nada. Pensaba en lo de Alberto. Fíjate que después de tantos años se rompió todo por la mierda del trabajo. No podía soportar que sus bichos fueran más importantes que yo.
Durante un rato se quedan calladas... Sin hablar. Era el silencio el que hablaba.
Bueno Julia, y ahora canta, le dijo Lidia exigiéndole una explicación jocosa a su pirola de clase de Historia.
Julia tragó saliva. Estaba muy nerviosa. Y con un alegría inusitada le dijo:
—Lidia estoy embarazada.
La expresión de su amiga se transformó en un beso sonoro y cadencioso.
—Cuenta tía, cuenta...
Julia tenía ganas de contárselo y comenzó sin ninguna duda ni tardanza.
Estaba en el baño de la oficina enfrente de mi misma. Allí sola me decía: “Julia será o no...” Al cabo de los minutos salió el resultado. Me miré al espejo. Me observé y los ojos empezaron a chispear y grité para mí: “¡Sí Jan ya es nuestro! Lo conseguimos”. Lloré. Me sentí mujer. Y recordé como lo habíamos tenido. Jan no tardó en saberlo: el tiempo que tardé en coger el teléfono.
Era agosto. Jan y yo fuimos al Pirineo. Queríamos que allí nuestras vidas se unieran de una forma singular y para siempre. Localizamos un refugio de montaña. El valle estaba hermoso. La sierra se veía verde. Un mar de inmensos colores bañaba las laderas, que a la vez inundaban nuestros ojos, y nos hacían vivir unas emociones que vibraban entre nosotros.
Cayó la noche. ¡Qué maravilla! Después de cenar estuvimos viendo aquella inmensidad de estrellas. Jan me enseñó las diferentes constelaciones.
—¡Mira!, aquella que parece un triángulo es Capricornio. La que esta a la derecha y que parece la corona de un rey es Sagitario, y esa otra que está al lado de capricornio es Acuario, y aquella... Estuvimos haciendo planes de nuestra vida. La noche era muy agradable. Hacía calor.
Nosotros sabíamos a lo que habíamos ido. No teníamos ninguna duda. El albergue estaba lleno y la noche nos acompañaba. Fuimos paseando por la llanura. Los dos buscábamos lo mismo: un lugar tranquilo para poder hacer el amor. Allí a dos mil quinientos metros de altura fuimos a concebir a nuestro hijo. Encontramos un lugar mullido. El invierno había sido lluvioso. Empezamos y seguimos. La noche nos llamaba a la gran aventura de la evolución. Me entregué a Jan. Yo lo sentí dentro de mí. Las pasiones que me produjeron aquella eyaculación, me hicieron presentir que algo dentro de mí había sucedido. Me llevó a una sensación de paz y de sensación que no pude describir. Sólo articulé dos palabras abrazando a Jan: “Te quiero.”
—Yo también, Julia, —me contestó entrecortándosele las palabras.
Durante un buen rato estuvimos los dos desnudos mirando al cielo. No nos dijimos palabra alguna. Lo que había entre nosotros nos unió. El baño de estrellas que nos rodeaba era una sensación de paz. Inolvidable.


Habían pasado dos meses desde que Gonzalo nació. Lidia era su madrina. Estaba loca y se había volcado con él: era su primer ahijado. Las visitas al pediatra eran frecuentes. Julia temía por su hijo. Al ser primeriza cualquier cosa que le pudiera pasar a su bebé no se lo podría perdonar. Jan estaba volcado en su trabajo. El ascenso, que coincidió con el nacimiento de su hijo, tuvo que sacrificar su estancia en casa. Viajaba mucho. Los ascensos se pagan con la ausencia del hogar —pensaba Julia—, mientras acariciaba a su hijo.

El fin de semana llegó. Julia lo esperaba. Jan había estado toda la semana fuera, en Estrasburgo, aunque habían hablado casi todos los días. Había un tema que quería hablarlo pero consideró que no era para hablarlo por teléfono.
—Mira Jan —le dijo con dulzura.
—¿Qué pasa Julia? —le contestó arrugando las cejas.
—En la visita al pedíatra me habló de éste pedagogo y me dio este folleto. Creo que es interesante...
Jan lo leyó detenidamente. El folleto decía: “TÚ ERES LA PIEZA CLAVE”. En el se manifestaba unos testimonios de unos padres que expresaban lo que sintieron. Pero hubo algo que le llamó la atención. Era una madre que abrazaba a su hijo y al pie de la foto decía:

"Los primeros meses, los más duros para la madre,
también lo son para el bebé.
La mejor estimulación es el contacto
físico: tocarlo, acariciarlo,
hablarle, darle suaves masajes con crema hidratante
después de su baño diario,
llevarlo desnudo bajo un blusón, en una pechera en contacto
con la piel desnuda de su madre...
Los terapeutas lo saben y aconsejan:
“Incluso si tienes ganas de llorar, llora con él en tus brazos”.

Después de leer esto tiró el folleto encima de la mesa. No quiso leer más. Jan miró a Julia fijamente a los ojos. Los suyos chispeaban, —apretando los labios y moviendo continuamente sus pestañas le dijo:
—Julia por mucho que me queráis convencer tú y esos médicos de mierda, mi hijo tiene el síndrome de Down. Dicho de otra forma. Nuestro hijo es subnormal.
—¡Jan!, —le gritó Julia—, pero tú te crees que esto es agradable para mí. Yo al menos lo intento aceptar como es... Asúmelo de una puta vez. Es tu hijo es nuestro hijo...
Jan se levantó de la mesa y se fue. Julia se quedó sollozando entre sus brazos.

lunes, 2 de marzo de 2009

SUSURRO EN EL HOTEL

Desde la ventana contemplaban la calle. Veían pasar como el verano empezaba a declinar. Debajo el autobús hacía su parada habitual. Observaban como los pasajeros no eran los conocidos, porque las miradas eran huérfanas y los gestos sin sentido.
Ella lo observaba con dulzura. Con ese gesto de amor incondicional. Desde que se conocieron ansiaban pasar una noche solos, en un lugar donde la belleza los invadiera y los abrazara en un momento sin final.

El hotel estaba limpio. Era su primera noche. Estaban cargados de resentimiento y amargura por la vida, pero esta noche le habían dado una tregua.
Él estaba desnudo en la cama. Observaba su cuerpo. La espera era interminable. Necesitaba sentir el calor del cuerpo de María. La música invadía el ambiente. Desde la cama veía como ella salía del cuarto de baño con su corta melena alborotada. Pensaba que le había ganado la batalla al recuerdo, mientras ella se acercaba. Ahora sí que había hecho realidad el deseo de hacer el amor con su novia.
Lentamente se acercó se sentó en la cama y dando un brinco se postró a su lado. Comenzó a besarle. Primero en la boca. Continuó por el pecho y las tetillas y antes de seguir le metió una pastilla en la boca.
Con la erección ella empezó a jugar con su pene. Lo empezó a besar hasta que se lo metió en la boca muy lentamente. Él observaba y sentía un placer que se asemejaba a lo soñado. Los dos disfrutaban de ese momento. Él con sus manos la acariciaba tardo. La noche estaba por delante.
Después de unas caricias ella se metió el pene en su vagina y con vaivenes lentos y precisos se lleno de aquel semen que tanto había ansiado durante tanto tiempo. Se sentían satisfechos de ellos mismos. Ella gozaba de felicidad y a él se le escapaban carcajadas de optimismo. Ahora sabían que ellos podían hacerlo todas las veces que quisieran.
A la mañana siguiente el sol se colaba entre las rendijas de las persianas, cogió la mano de su novio y le dijo.
—Edu..., Eduar..do, Eduardo te quiero, a...mor, amor mío.
—...
—En...segui...da nos veeen...drán a buscar. To...do el mundo de..be saber lo que es hacer el amor... Porque es maravilloso.
—Sí, María.
Con sus manos torpes Eduardo intentó acariciarla al mismo tiempo que sus ojos se embadurnaban de ternura.

Los cuidadores llamaron a la puerta esperaron un momento y entraron. Los vistieron entre sonrisas. Ellos estaban felices.