martes, 24 de febrero de 2009

EL ABUELO CHANO

"Los años nos enseñan muchas cosas
que los días jamás llegan a conocer."
Emerson


El ruido de las aguas que bajaban de la montaña era la sinfonía que Pancho —un chaval inquieto y travieso— escuchaba cuando paseaba con su abuelo.

La sombra del árbol acariciándole la cara le recordó sus palabras. Le evocó su sonrisa y su voz tosca y penetrante pescando en el río: «Pancho hay una cosa que no debes olvidar, pero ni un solo instante. Nunca vivas sin esperanza. La vida es vida, porque luchamos en lo que creemos. No te acobardes porque en ese momento te falte. ¡Ilusiónate y lucha!».

El sonido estridente del carro de Toribio, que venía de cargar hierba de la era, le despertó de su recuerdo. Al ver a Pancho paró a los bueyes. Brincando del carromato dio una manotada en el lomo de uno de ellos y dijo: «Tirar pa casa». Los animales, obedeciendo la voz de su amo, reanudaron la marcha tranquilamente. Toribio esperó a ver si iban por buena dirección. Al verlos, que así lo hacían, mostró su orgullo. Entonces se dirigió al muchacho.
—Buenas Toribio. ¿Qué tal está? —se anticipó Pancho.
—Yo bien chaval, pero tú —al tiempo que meneaba la cabeza, como desaprobando su actitud—, tienes que alegrar esa cara. Si tu abuelo te viera así te pegaría “duas lavazadas” que te dejarían seco. ¡No puedes quedarte así! Tu madre te necesita. Has perdido a tu abuelo, pero tu madre, a su padre. Y ahí la ves, fuerte como un roble. ¿Te vas a dejar amedrentar?
Pancho negó con la cabeza. Su orgullo le hizo tragar saliva para no llorar. Era su primera experiencia con la muerte. Los fallecimientos de su padre y de su abuela no los recordaba. Estaba muy unido al abuelo Chano. En su cabeza, todavía, retumbaba el sonido de la caída de la tierra sobre el ataúd y él oía su voz: «adiós Pancho».

Toribio era muy amigo del abuelo Chano. Habían pasado muchas penurias en el pueblo desde la Segunda República hasta que el Borbón volvió. Desde pequeños no se habían separado nunca.
—Mira Pancho —dijo Toribio—, durante tiempo observé la buena relación que teníais los dos. Chano se marchó precipitadamente... Te voy a contar una historia.
A Pancho se le abrieron los ojos. No había mostrado ningún interés desde que Toribio se había parado a hablar con él, pero, ahora, intuía en sus palabras algo que le dejaba inquieto.
—«Tu abuelo Chano heredó de su abuelo la arresponsaduría: era el arresponsador de la aldea».
—¿Qué es eso? —preguntó Pancho.
—Son personas que tienen unos ciertos poderes para solucionar las penurias y fatalidades que nos pueden surgir en la aldea. Creemos que esta misión les viene de Dios y de los ángeles. El poder que reciben —prosiguió Toribio—, lo manifiestan a través del responso y lo rezan devotamente con sumisión. Sobre todo lo hacen de rodillas ya que de esa forma alivian antes los males. ¡Y con qué celo lo hacen! Lo piden los vecinos de esta parroquia como de las colindantes en cualquier momento y lugar. Pero ser arresponsador no les libraba de sus propios males.
Pancho se sintió desconcertado. Pensaba que su abuelo se lo había contado todo. Una breve imagen de sentimientos contradictorios pasó por su cabeza: rabia e indignación. ¿Por qué se lo había ocultado? ¡Él ya era un mozo! No entendía nada por mucho que lo pensaba. El era bueno. Se querían mucho. La imagen de su abuelo con la boina medio ladeada, el pitillo entre los labios que encendía tantas veces como se apagaba era su recuerdo. Estaba tan vivo en él que esa desazón le inquietaba.
A Pancho esto no le daba tranquilidad. Le sonaba a despecho. El ceño se le encorvaba y las cejas se revolvían hasta esconder casi los ojos.
—Toribio, ¿por qué no me lo dijo? —en un momento de encono le exigió—. Usted era su amigo...
El amigo de Chano no pudo más que rebotarse. Alzó la cabeza y miró en su alrededor. Vio una piedra que podía ser una banqueta. Se acercó a ella, la arrastró con energía hasta dónde estaba Pancho, se sentó y mirándole de frente le dijo con una rabia que su labio inferior temblaba.
—¿Estás seguro que no te lo dijo?, o quizá ¿es que no estuviste atento? Todas las cosas tienen una música y una letra. Tu abuelo te lo explicó. La letra no te interesó y la música no la escuchaste. Además, a tu pregunta hay una respuesta muy sencilla. Los arresponsadores lo descubren ellos. ¡Sólo ellos!
—¡Pero si mi abuelo no iba a misa! — le recriminó Pancho.
—Esto no tiene nada que ver con los curas —le respondió pausadamente Toribio mascullando las palabras.
Lo que decía Toribio era verdad. El abuelo Chano era tratado como un brujo. Era “o demo” como decía don Eustaquio, el cura. Porque uno de los responsos que hacía era el de San Antón. Solo rezaba una parte. A don Eustaquio —cuando se enteraba—, se le hinchaba la nariz respingona y le humeaban las orejas.
—Mira chaval —siguió Toribio—. Una vez Tatolo volvía de traer las vacas de pastar. Al llegar a la cuesta del cruceiro, ¡no quisieron subir! Tatolo no sabía que hacer porque se estaba haciendo de noche. Ni con la aguijada las podía mover. Cogió una soga y las ató. Comenzó a tirar de ellas. En aquel momento yo pasaba por allí y por mucha fuerza que hacíamos los dos no pudimos hacer nada. Tampoco obedecieron. Se me ocurrió llamar al abuelo Chano. Enseguida llegó. Comenzó a rezar. Cuando iba a decirlo la segunda vez se arrodilló con devoción y casi no se le entendía. A la tercera vez no se le oía... En ese momento las vacas empezaron a subir sin ninguna dificultad.
Pancho recordó, entonces, que alguna vez los paisanos lo iban a llamar. Siempre iba a su habitación recogía algo que nunca pudo ver, ni imaginar.

Toribio volvió a tomar la palabra y a borbotones continuó:
—Sé que es difícil perder a un abuelo como el tuyo. Yo también he perdido un amigo. Un buen amigo. Y la aldea ha perdido el mejor arresponsador que haya tenido jamás.


Pasó el tiempo. En la aldea pocos quedaban. El nieto del Tatolo fue a ver al arresponsador que había en la aldea y le pidió: “¿Me puede arresponsar que mañana me examino de las oposiciones de magisterio en Santiago?”.
Le miró y le dijo:
—Pero ¿has estudiado?
Una mirada fija y seria fue su contestación.
Al momento se arrodilló delante de él y comenzó a decir: «Si precuras milagros, mira. Morte e medo desterrados. Miseria e demos fuxidos. Lleprosos y doentes sanos. O mar sosiega su ira, redimes encarcelados membros e benes perdidos recobran rapaces e vellos».
Hasta tres veces lo repitió. Mientras lo rezaba el muchacho se quedó quieto como una estatua.
El nieto del Tatolo se marchó contento y Pancho esbozó una sonrisa de complicidad.

domingo, 22 de febrero de 2009

¡IGNACIO DE MI CORAZÓN!

Entró en casa y se dirigió al salón, allí depositó el bote de cristal en la estantería con sumo cuidado, al lado de sus recuerdos. Se alejó y volvió para retocarlo.

El médico de la ambulancia la esperaba, y cuando llegó destapó el cuerpo que estaba tendido sobre el sofá. Al mismo tiempo le decía: «lo encontramos así: con la boca abierta y la mirada desorbitada. No pudimos hacer nada. Parece ser que una amiga nos llamó y acudimos enseguida. Creemos que hace una hora que murió». Pero al fijarse en aquel cuerpo, se quedó helada. No podía ser cierto. ¡Díos mío, pero…, pero si parece Ignacio! El colega de las urgencias le preguntó si le pasaba algo, pero ella negó con la cabeza. El médico del Samur dudó...

En el laboratorio antes de comenzar la autopsia acarició el cuerpo de Ignacio dulcemente y palmo a palmo. Primero la cabeza…, se detuvo en el pecho. Su sexo se lo cogió con una mano, con la otra acariciaba sus pectorales. Ahora era suyo. Se asomaron a sus ojos unas tímidas lágrimas. Habían pasado años desde que no lo veía...
Era la primera vez que lo tenía a su voluntad. Se quedó extasiada observándolo. ¿Cuántas veces lo había visto en la playa cuando iban a bañarse con toda la pandilla? Sólo una vez lo vio desnudo. Fue en la playa de Barrañan, cuando entre las dunas estaba haciendo el amor con Marta, una de sus mejores amigas. Aquello le indignó. Era un mujeriego. Tenía un cuerpo bonito, y aún lo conservaba. ¿Qué has hecho para acabar así? Tenía el bisturí en una mano y la otra lo seguía acariciando. Sentía placer. Con sus ojos observaba las caricias, y cuando llegó a la altura del hígado, vio la huella que le dejó aquella pelea en la plaza de Vigo, sólo por hacerse el valiente y el hombre delante de sus mujeres, que acabó con un navajazo que casi le cuesta la vida.

Era verano las tres amigas estaban en la playa con toda la pandilla. En un lado los hombres, y en otro las mujeres. Entonces apareció él. Era como un armario de tres cuerpos. Ninguna de las tres tenía duda de aquel tipazo. Su tez aniñada, contrastaba con su cuerpo que se marcaba debajo de la ropa. Casi siempre la llevaba ajustada para que sus pezones resaltasen. Le gustaban mucho los lacostes. Entre la abertura del pecho se asomaba su vello que hacía juego con los pelos de su cabeza. Su ropa ceñida también marcaba sus brazos casi musculosos. Entre ellas contaban historias de él. Elena que se había tirado a unos cuentos. Amalia no podía ni acercarse a él y, Eugenia, decía que por sus narices se lo tiraría. Todas estaban de acuerdo que estaba bueno y que su cuerpazo era imponente. Amalia estudiaba en la Facultad de Medicina, y la envidia le carcomía «a mí ese tío no me interesa. De toda la pandilla estáis todas locas por él, pero es un tío que no vale la pena. No busca otra cosa que follar. A mí me importan otras cosas».
Eugenia la increpó, «vosotras las intelectuales os pasáis la vida alardeando, pero tíos como éstos, no los vais a encontrar en la universidad. Muchas habláis, pero os encantaría tiraros a un tío como éste».
Amalia se encabritó, y se le encogió el ceño por aquel comentario.
El viento se levantó de repente e interrumpió la conversación. Elena callaba. Cuando llegó a su altura Ignacio le guiñó un ojo a la vez que saludando se quitó la ropa quedándose en bañador. Se puso de espaldas a ellas en el corro de los chicos. Entre ellos comentaban como estaba el agua de la playa. Al bajarse el pantalón, el bañador se deslizó y se comenzó a ver el inicio de la raja de su culo. Ellas, sobre todo, Amalia y Eugenia se miraron. Él volvió a esbozar una sonrisa irónica, como si lo hubiera hecho a propósito.
Entre todos —después de aquel paseíllo como si fuera el de un torero que entre en la plaza—, se tumbó mirando al sol al mismo tiempo que sacaba un cigarrillo. No tenía fuego, pero Elena se acercó y le ofreció un mechero. El le contestó ofreciéndole uno. Elena aceptó.
En un instante Elena y Ignacio desaparecieron. Eugenia y Amalia se miraron dándose cuenta de la ausencia de los dos. Nadie más que ellas se percataron. Las dos se encogieron de hombros, pero su curiosidad podía más. Fueron a buscarlos. No tardaron en encontrarlos. Estaban haciendo el amor detrás de unas dunas que los escondía. Amalia se indignó. Se sintió engañada. Elena se lo había ocultado. Estaban tan afanados, que ni siquiera sintieron la ola que los invadió.


«¡Pero Amalia, aún no has empezado!», dijo el doctor Moreno. Era su jefe, con quien iba a realizar la autopsia de Ignacio. Le reiteró, ¡Joder, que tenemos mucho trabajo! Empieza mientras preparo la grabación. Amalia volvió a observar aquel cuerpo, que aunque había estado en la morgue aún lo veía hermoso. La cara estaba flácida y el semblante alterado, aunque en algunas partes de su cuerpo denotaban manchas de color vinoso. Amalia estaba absorta pensando en la putrefacción de aquel cuerpo hermoso, que tanto había adorado y que nunca lo había podido poseer. Ahora estaba en sus manos…
«Venga Amalia vamos, que es para hoy. Empieza la incisión por el hombro izquierdo hasta llegar al ombligo» —le decía el doctor Moreno—. Cuando hubo terminado la incisión del cuerpo de Ignacio, separó con una calma minuciosa, la piel, la pared pectoral aquella que marcaba sus pechos en la playa —aún los recordaba—, el músculo y los tejidos suaves. Inmediatamente cedió la sierra eléctrica a su compañero y serró el esternón. Al separar las costillas vio el corazón y se le nublaron los ojos al verlo.
El doctor Moreno procedió a sacar el corazón para diseccionarlo. Aquí está la causa de la muerte. Mira Amalia —le dijo el doctor señalándole el corazón—, ella asintió al ver un taponamiento cardiaco secundario a la ruptura de la pared libre del ventrículo izquierdo. Le dio el corazón. Entre sus manos temblorosas se dirigió al lavadero. Allí lo lavó y lo pesó. La autopsia terminó enseguida. El peso del corazón era normal: el de un cadáver. Creo que puedes terminar tú. Cierra el cadáver. Y acuérdate de lavarlo y secarlo tanto interiormente como exteriormente. Como si no lo hubiéramos tocado.
Amalia le contestó con seguridad, al mismo tiempo que denotaba una cierta satisfacción que le dejara terminar a ella el trabajo.
Volvió a mirarlo de arriba abajo. Entre dientes al tiempo que iba lavándolo interiormente le cantaba aquella canción que Elena decía que le gustaba. Lo suturó. Amalia terminó su trabajo y se fue contenta. Había hecho un buen trabajo. Se despidió de él dándole un beso en la boca. Aunque el cuerpo estaba frío lo sintió caliente y hermoso. Con su aliento embelesado le susurró: «Adiós amor mío. Ahora sí que estaremos juntos para siempre».

«Eres mío. Me perteneces. Ahora estaremos juntos para siempre». Así pensaba Amalia lanzando un suspiro profundo mientras se recostaba en el sofá del salón, al mismo tiempo que fijaba su mirada en la estantería

martes, 17 de febrero de 2009

LA VIDAMUERTE

A Maria Luisa Azcoiti
No era un sueño. Se había ido. Sentí un vacío. Una ilusión de como el nacimiento del día se relacionaba en un sin sentido con la dulzura. Había nacido a la vida, y la vida había nacido a la muerte y la muerte había nacido a la Luz.

A LOS PIES DE LA CAMA

Tendida en la cama.
La gata hacía su duelo.
Años de caricias y ensueños,
de vigilias e inciensos.
Su ojo entreabierto me habla.
Desde los pies de la cama
siento su hilo de vida,
que ya se había esfumado
por la ventana
de una noche caliente de enero.
Su piel lavada y perfumada,
tendida y fina,
me sugiere un canto libre.
Desde mi ignorancia,
siento la vida
que se había convertido
en muerte bella y feliz.
Desde los pies de la cama,
siento como surge la vida,
y mi emoción
se confunde con unas lágrimas huérfanas
que se funden en mi cara
en señal de agradecimiento
por la belleza
que en ese momento sentí
en una fusión única con el universo.



miércoles, 11 de febrero de 2009

EL TUFO INSOSPECHADO

Yo era soldado. Moría la primavera de 1938. Aquel momento produjo en mí una intensa huella. Tenía entonces veintiún años. En mi recuerdo: mis campos y mi pueblo...

Íbamos en los camiones amontonados con nuestras trinchas y macutos. Nuestros cuerpos elevaban una canción a la melancolía. Las carreras de sudor impregnaban las frentes, y las motas de agua que se arrinconaban entre las cejas, bailaban al unísono con el tufillo de las guerreras por los días llenos de tristeza. El vehículo se detuvo. Oímos un grito. Era el cabo que vociferaba: «¡Abajo! Aprovechad para comer lo que tengáis.» Un mendrugo de pan y un poco de agua era lo que tenía. No me apetecía comer. No tenía hambre. Aquel habitáculo rodante me había bloqueado el estómago. Bajamos para estirar las piernas y el cuerpo. Siempre con mucho cuidado porque un ataque enemigo podría suceder en cualquier momento. Nos habíamos quedado sin gasoil. Repostamos en un lugar a caballo entre Guadalajara y Teruel, hasta que el tanque de reserva abasteció a toda la columna. Aprovechamos el tiempo. Unos para comer y otros para otras cosas. Salimos de aquellas pocilgas rodantes, que emanaban hedores insoportables aunque ya las narices no los distinguían. Nuestros cuerpos se habían acostumbrado a ellos, como las nalgas a las tablas que hacían de asiento en los laterales de los camiones. Amontonados como animales pasando calor y, a ratos, angustia, sabíamos a dónde íbamos, pero no cuando volveríamos...
En el lugar en que nos detuvimos había un campesino que estaba arando la tierra con dos mulas. Al ver aquella escena se me agitó el cuerpo. Me acerqué. Miré al suelo. Percibí aquella tierra húmeda y negra, y sentí como su perfume invadía todo mi cuerpo. Antes de bajar al campo lo observaba y observaba... Me decidí. Bajé. El hombre también vio como lo curioseaba. Al pasar por donde yo estaba, se paró y me miró. Me quité la gorra y la abracé a mi costado izquierdo. Le dije: «¡Buenos días!». El campesino me contestó de igual manera.

Me quedé inmóvil. Recordé a mis mulas y mis bueyes. La complacencia de aquella imagen y el recuerdo de mis animales pastando y arando, me había abstraído por momentos de la realidad. Pensaba que el pueblo no estaba solo. Mis padres se habían quedado cuidando la casa y el trabajo. Mi madre ayudaría en la comida de los animales, ordeñaría las vacas...
Acaricié el lomo de las mulas: estaban sudando. Me llevé la mano a la nariz y aspiré. Aquel olor atravesó todo mi ser y produjo en mí un sentimiento de nostalgia.
El campesino al ver aquella escena, me mostró los arreos. Me emocioné. No me podía creer lo que estaba pasando. Dejé en el suelo el mosquetón, el macuto en donde estaba atado el casco, me quite las trinchas y las cartucheras, después la guerrera, a su lado dejé la cantimplora y todo lo que me sobraba. Me subí al arado. Miré los arneses. Las riendas estaban mojadas con el sudor de las manos callosas del campesino. Escupí en las mías. Las froté y cogí las bridas dando una orden a las mulas. Seguí el trabajo. Las mulas, la esencia de la tierra arada, y la sintonía entre ellos era lo que importaba. Yo miraba hacia delante. Entre las orejas de las mulas veía el horizonte. No imaginaba nada, ni siquiera pensaba que era soldado en ese momento. Solo tenía que arar. Ante todo estaba la tierra, las mulas y yo.
Cogí los arneses de las mulas y durante un tiempo seguí haciendo el trabajo del campesino. Vi de reojo como se echaba la boina hacia atrás y encendía la pava humedecida que estaba pegada a su labio inferior y cruzaba sus brazos observándome. La semblanza que tenía, cambió de tal manera, que el campesino esbozó una sonrisa que a la vez cómplice, mostró ternura. Él era un hombre ya curtido por los años y la siega.
Éramos ajenos a la guerra. Tanto uno como otro nos olvidamos de ella. La transmisión de sentimientos y la unidad que los dos manteníamos en esos momentos nos hizo olvidar —sobre todo a mí— que no había otra cosa que importara allí. Las mulas, el arado, y que la tierra estuviera perfectamente levantada. Me sobresaltó el pitido de reanudación de la marcha. Me bajé del arado. Miré al labrador. Giré la cabeza y vi con indiferencia cómo subían a los camiones. El cabo volvía a vociferar haciendo aligerar a todos los hombres. Los ruidos de los motores apagaban casi su voz ronca. Desde aquel lugar vi como la columna se empequeñecía en mis ojos: se encogía, y se encogía..., hasta desaparecer. Aquello me produjo una emoción que compartí con Manuel cuando miró el petate abandonado al borde del camino.

lunes, 9 de febrero de 2009

LA MADRE ESPERANTE

A mi hermana Pilar.
Ignacio no habla.
¿Será que no oye?
Los médicos callan
y yo demando amor

Ellos se tragan
la vida y la muerte.
Ignacio no llora,
su vida no grita.

Grito yo,
creyendo la magia
de oír un día:
decirme mamá.

DALE TIEMPO AL TIEMPO


Ezugay empezó a sentir miedo. Sentía pánico de todo. Las cosas no le iban bien. La angustia por los últimos acontecimientos le postró en la cama. No quería levantarse. Pasaron varios días e incluso semanas. Comía lo justo y mal. La casa la tenía desordenada. Era una pocilga. Una noche se durmió. Y soñó...

Estaba en un tronco de bog. Era un bosque. Quien le hablaba era un hombre con semblante de mujer. Estaban juntos sin hablarse. Después de un tiempo le empezó a decir.

Dale tiempo al tiempo para que las cigüeñas vuelvan a retornar a las agujas de la iglesia. Dale tiempo para sentir entre los pelos de tu piel las alondras con su plumaje pardo, sus listas negras, su cola ahorquillada, su cresta corta y redonda oyendo su canto agradable. Dale tiempo para que muera en tu conciencia el calor amargo de tu sed de amor.
Dale tiempo al tiempo para que descubra en el reflejo de tu vida la disipación de aquellas cosas que no volvieron y que no quisieron volver.
Dale tiempo el tiempo para que sueñe contigo entre los albores majestuosos del alba, en las mañanas rosadas que cubren con el rocío de tu sueño la eterna juventud del amor tardío.
Dale tiempo al tiempo para que ese ocaso temprano te dé la oportunidad de otro amanecer. Aunque sepas que en los ardores de tu corazón te duele el hastío que bulle. Que va y viene por tus venas ya hinchadas por el tiempo perdido.
Dale tiempo al tiempo. Dale tiempo...
¿Sabes qué el tiempo pasa y no cesa? El tiempo va y va. Pero vuelve. No se va para no volver. El único tiempo que se va es el de la razón. Es el de la existencia. Hay otro tiempo que es el que te estoy mostrando porque no tiene lógica, ni razón. Es un tiempo que se toca con el corazón.
Dale tiempo al tiempo para que tus ojos no se resquebrajen con el dolor humano. No pienses que es una contradicción, sino es una utopía. Una lucha que no cesa a pesar de que corra el tiempo.
Dale tiempo al tiempo, para que esa mano que tendiste no se enfríe en la habitación oscura y negra de tu alma. Puede ser que otra mano te ayude a sentir la vida.
Dale tiempo al tiempo para que esa amistad que surge, fluya, emane, satisfaga tu pena y tu rabia de tus poemas escondidos, de tu miseria abandonada a la suerte de tu bondad amistosa de otro corazón abandonado.
Dale tiempo al tiempo, para que sepas valorar esas cosas tan sencillas como sentir la mano ajena sin ningún interés que tender la mano. Sin ninguna pasión que mostrar la solidaridad entre los hombres.
Dale tiempo al tiempo. Sobre todo dale tiempo. Sabrás que es el camino para entenderte y sentirte más humano y cercano.
Dale tiempo al tiempo, para que en el diálogo saborees la riqueza de oír, de escuchar lo que el otro te quiere decir. Verás como el tiempo te enseña a oír la música y no las palabras tan manidas y truncadas, faltas de sentido y comprensión.
Dale tiempo al tiempo para oír su sonido sinfónico y no el desafinamiento de los sentidos que troncan con tu misterio y tu camino.
Dale tiempo al tiempo para llorar. Enjugar los ojos, el corazón, y el alma con el gran misterio de la vida.
Dale tiempo al tiempo para reír. ¡Y ríe! Con esas cosas tan sencillas que no tienen ninguna validez sino es con la bondad de la sencillez. Dale tiempo...
Dale tiempo al tiempo para morir. Dale tiempo. Porque el tiempo también muere. Muere para que otro tiempo nazca.
Dale tiempo al tiempo. Dale tiempo a la soledad. No a esa soledad que te hunde en el estiércol y abandono, sino a la que siente la luz intensa del sol en una tarde de verano que te ciega los ojos para sentir su calor. Y al silencio que brota de ella durante el día y la noche. ¡Qué dualidad tan escabrosa! La luz y la oscuridad. El día y la noche. Aprende de ese tiempo.
Dale tiempo al tiempo para que el día evolucione y se convierta en noche. Y dale tiempo para que vuelva amanecer y así sentir como tu vida tiene un valor que es color azul del cielo y amarillo de la tierra.
Dale tiempo al tiempo para transformar el mundo. Pero déjale primero modificas las cosas: esas que tienes que cambiar tú. Dale tiempo al olvido; al sueño; al amor; a las cosas hechas con cariño; al desayuno de la mañana; a los buenos días y a las buenas noches; al agradecimiento de las cosas bien hechas, incluso a las cosas que se hacen por error.
Dale tiempo al tiempo a la pereza del alma. Se transformará cuando se dé cuenta que no puede vivir sola. Que la soledad cuando es una losa impuesta: es la gran tumba del hombre. Estar solo, no es lo mismo que sentirse solo.
Dale tiempo al tiempo porque el que piensa dominar no tiene el poder. Quien se domina a asimismo ese es el más fuerte. Porque es comprensivo con los demás pero sobre todo consigo mismo, y eso le induce al respeto.
Dale tiempo al tiempo para que entienda que la amistad no es compartir las mismas opiniones. La razón no da a los amigos, pero sí la amistad ayuda a escucharlos vivamente y con paciencia.
Dale tiempo al tiempo para pensar. El que piensa actúa. No se puede estar quieto y vuelve a tu jardín a podar aquellas plantas que necesitan una renovación para seguir.
Dale tiempo al tiempo para perdonar. El perdón es de grandes personas. De personas grandes. El olvido acallado con amor es el gran triunfador de la vida. El perdón tiene lo que se perdió una vez, vez, y hasta muchas veces, veces. Tiene la sencillez de decir “te quiero”.
Dale tiempo al tiempo al presente. El pasado ya se fue y el futuro, quizá no vendrá. El presente es lo que vives y, en él sientes, como tú jardín lleno de flores: rosas, jazmines, alhelíes... plasma la realidad de tu vida y de tu ser.
Dale tiempo al tiempo déjale que hable en el silencio y déjalo que escuche en la algabaría, que sin esa suerte no podrá sentir lo que tu buscas: la sabiduría.
Dale tiempo al tiempo y déjale aprender. El niño aprende desde el seno de su madre. Así aprende el tiempo desde el seno de su tiempo. ¡Escúchalo! Que si no lo oyes te perderás ese sonido cadencioso que te produce la evolución anunciada en tus pensamientos que fluyen como las olas del mar; que van y vienen por la atracción de la estrella blanca.
Dale tiempo al tiempo porque la vida es un milagro que hacemos todos los días.

Cuando se despertó, —pensó—: bobadas. Se levantó de la cama y se dirigió al cuarto del baño. Pero cuando se miró al espejo se asustó, porque se dio cuenta que sonreía... Se quedó fijamente mirando a la esquina que hacía el marco de la ventana con la estantería de cristal, al mismo tiempo que de reojo se ojeaba en el espejo y se dijo: “Dale tiempo al tiempo...”