"Los años nos enseñan muchas cosas
que los días jamás llegan a conocer."
Emerson
El ruido de las aguas que bajaban de la montaña era la sinfonía que Pancho —un chaval inquieto y travieso— escuchaba cuando paseaba con su abuelo.
La sombra del árbol acariciándole la cara le recordó sus palabras. Le evocó su sonrisa y su voz tosca y penetrante pescando en el río: «Pancho hay una cosa que no debes olvidar, pero ni un solo instante. Nunca vivas sin esperanza. La vida es vida, porque luchamos en lo que creemos. No te acobardes porque en ese momento te falte. ¡Ilusiónate y lucha!».
El sonido estridente del carro de Toribio, que venía de cargar hierba de la era, le despertó de su recuerdo. Al ver a Pancho paró a los bueyes. Brincando del carromato dio una manotada en el lomo de uno de ellos y dijo: «Tirar pa casa». Los animales, obedeciendo la voz de su amo, reanudaron la marcha tranquilamente. Toribio esperó a ver si iban por buena dirección. Al verlos, que así lo hacían, mostró su orgullo. Entonces se dirigió al muchacho.
—Buenas Toribio. ¿Qué tal está? —se anticipó Pancho.
—Yo bien chaval, pero tú —al tiempo que meneaba la cabeza, como desaprobando su actitud—, tienes que alegrar esa cara. Si tu abuelo te viera así te pegaría “duas lavazadas” que te dejarían seco. ¡No puedes quedarte así! Tu madre te necesita. Has perdido a tu abuelo, pero tu madre, a su padre. Y ahí la ves, fuerte como un roble. ¿Te vas a dejar amedrentar?
Pancho negó con la cabeza. Su orgullo le hizo tragar saliva para no llorar. Era su primera experiencia con la muerte. Los fallecimientos de su padre y de su abuela no los recordaba. Estaba muy unido al abuelo Chano. En su cabeza, todavía, retumbaba el sonido de la caída de la tierra sobre el ataúd y él oía su voz: «adiós Pancho».
Toribio era muy amigo del abuelo Chano. Habían pasado muchas penurias en el pueblo desde la Segunda República hasta que el Borbón volvió. Desde pequeños no se habían separado nunca.
—Mira Pancho —dijo Toribio—, durante tiempo observé la buena relación que teníais los dos. Chano se marchó precipitadamente... Te voy a contar una historia.
A Pancho se le abrieron los ojos. No había mostrado ningún interés desde que Toribio se había parado a hablar con él, pero, ahora, intuía en sus palabras algo que le dejaba inquieto.
—«Tu abuelo Chano heredó de su abuelo la arresponsaduría: era el arresponsador de la aldea».
—¿Qué es eso? —preguntó Pancho.
—Son personas que tienen unos ciertos poderes para solucionar las penurias y fatalidades que nos pueden surgir en la aldea. Creemos que esta misión les viene de Dios y de los ángeles. El poder que reciben —prosiguió Toribio—, lo manifiestan a través del responso y lo rezan devotamente con sumisión. Sobre todo lo hacen de rodillas ya que de esa forma alivian antes los males. ¡Y con qué celo lo hacen! Lo piden los vecinos de esta parroquia como de las colindantes en cualquier momento y lugar. Pero ser arresponsador no les libraba de sus propios males.
Pancho se sintió desconcertado. Pensaba que su abuelo se lo había contado todo. Una breve imagen de sentimientos contradictorios pasó por su cabeza: rabia e indignación. ¿Por qué se lo había ocultado? ¡Él ya era un mozo! No entendía nada por mucho que lo pensaba. El era bueno. Se querían mucho. La imagen de su abuelo con la boina medio ladeada, el pitillo entre los labios que encendía tantas veces como se apagaba era su recuerdo. Estaba tan vivo en él que esa desazón le inquietaba.
A Pancho esto no le daba tranquilidad. Le sonaba a despecho. El ceño se le encorvaba y las cejas se revolvían hasta esconder casi los ojos.
—Toribio, ¿por qué no me lo dijo? —en un momento de encono le exigió—. Usted era su amigo...
El amigo de Chano no pudo más que rebotarse. Alzó la cabeza y miró en su alrededor. Vio una piedra que podía ser una banqueta. Se acercó a ella, la arrastró con energía hasta dónde estaba Pancho, se sentó y mirándole de frente le dijo con una rabia que su labio inferior temblaba.
—¿Estás seguro que no te lo dijo?, o quizá ¿es que no estuviste atento? Todas las cosas tienen una música y una letra. Tu abuelo te lo explicó. La letra no te interesó y la música no la escuchaste. Además, a tu pregunta hay una respuesta muy sencilla. Los arresponsadores lo descubren ellos. ¡Sólo ellos!
—¡Pero si mi abuelo no iba a misa! — le recriminó Pancho.
—Esto no tiene nada que ver con los curas —le respondió pausadamente Toribio mascullando las palabras.
Lo que decía Toribio era verdad. El abuelo Chano era tratado como un brujo. Era “o demo” como decía don Eustaquio, el cura. Porque uno de los responsos que hacía era el de San Antón. Solo rezaba una parte. A don Eustaquio —cuando se enteraba—, se le hinchaba la nariz respingona y le humeaban las orejas.
—Mira chaval —siguió Toribio—. Una vez Tatolo volvía de traer las vacas de pastar. Al llegar a la cuesta del cruceiro, ¡no quisieron subir! Tatolo no sabía que hacer porque se estaba haciendo de noche. Ni con la aguijada las podía mover. Cogió una soga y las ató. Comenzó a tirar de ellas. En aquel momento yo pasaba por allí y por mucha fuerza que hacíamos los dos no pudimos hacer nada. Tampoco obedecieron. Se me ocurrió llamar al abuelo Chano. Enseguida llegó. Comenzó a rezar. Cuando iba a decirlo la segunda vez se arrodilló con devoción y casi no se le entendía. A la tercera vez no se le oía... En ese momento las vacas empezaron a subir sin ninguna dificultad.
Pancho recordó, entonces, que alguna vez los paisanos lo iban a llamar. Siempre iba a su habitación recogía algo que nunca pudo ver, ni imaginar.
Toribio volvió a tomar la palabra y a borbotones continuó:
—Sé que es difícil perder a un abuelo como el tuyo. Yo también he perdido un amigo. Un buen amigo. Y la aldea ha perdido el mejor arresponsador que haya tenido jamás.
Pasó el tiempo. En la aldea pocos quedaban. El nieto del Tatolo fue a ver al arresponsador que había en la aldea y le pidió: “¿Me puede arresponsar que mañana me examino de las oposiciones de magisterio en Santiago?”.
Le miró y le dijo:
—Pero ¿has estudiado?
Una mirada fija y seria fue su contestación.
Al momento se arrodilló delante de él y comenzó a decir: «Si precuras milagros, mira. Morte e medo desterrados. Miseria e demos fuxidos. Lleprosos y doentes sanos. O mar sosiega su ira, redimes encarcelados membros e benes perdidos recobran rapaces e vellos».
Hasta tres veces lo repitió. Mientras lo rezaba el muchacho se quedó quieto como una estatua.
El nieto del Tatolo se marchó contento y Pancho esbozó una sonrisa de complicidad.
que los días jamás llegan a conocer."
Emerson
El ruido de las aguas que bajaban de la montaña era la sinfonía que Pancho —un chaval inquieto y travieso— escuchaba cuando paseaba con su abuelo.
La sombra del árbol acariciándole la cara le recordó sus palabras. Le evocó su sonrisa y su voz tosca y penetrante pescando en el río: «Pancho hay una cosa que no debes olvidar, pero ni un solo instante. Nunca vivas sin esperanza. La vida es vida, porque luchamos en lo que creemos. No te acobardes porque en ese momento te falte. ¡Ilusiónate y lucha!».
El sonido estridente del carro de Toribio, que venía de cargar hierba de la era, le despertó de su recuerdo. Al ver a Pancho paró a los bueyes. Brincando del carromato dio una manotada en el lomo de uno de ellos y dijo: «Tirar pa casa». Los animales, obedeciendo la voz de su amo, reanudaron la marcha tranquilamente. Toribio esperó a ver si iban por buena dirección. Al verlos, que así lo hacían, mostró su orgullo. Entonces se dirigió al muchacho.
—Buenas Toribio. ¿Qué tal está? —se anticipó Pancho.
—Yo bien chaval, pero tú —al tiempo que meneaba la cabeza, como desaprobando su actitud—, tienes que alegrar esa cara. Si tu abuelo te viera así te pegaría “duas lavazadas” que te dejarían seco. ¡No puedes quedarte así! Tu madre te necesita. Has perdido a tu abuelo, pero tu madre, a su padre. Y ahí la ves, fuerte como un roble. ¿Te vas a dejar amedrentar?
Pancho negó con la cabeza. Su orgullo le hizo tragar saliva para no llorar. Era su primera experiencia con la muerte. Los fallecimientos de su padre y de su abuela no los recordaba. Estaba muy unido al abuelo Chano. En su cabeza, todavía, retumbaba el sonido de la caída de la tierra sobre el ataúd y él oía su voz: «adiós Pancho».
Toribio era muy amigo del abuelo Chano. Habían pasado muchas penurias en el pueblo desde la Segunda República hasta que el Borbón volvió. Desde pequeños no se habían separado nunca.
—Mira Pancho —dijo Toribio—, durante tiempo observé la buena relación que teníais los dos. Chano se marchó precipitadamente... Te voy a contar una historia.
A Pancho se le abrieron los ojos. No había mostrado ningún interés desde que Toribio se había parado a hablar con él, pero, ahora, intuía en sus palabras algo que le dejaba inquieto.
—«Tu abuelo Chano heredó de su abuelo la arresponsaduría: era el arresponsador de la aldea».
—¿Qué es eso? —preguntó Pancho.
—Son personas que tienen unos ciertos poderes para solucionar las penurias y fatalidades que nos pueden surgir en la aldea. Creemos que esta misión les viene de Dios y de los ángeles. El poder que reciben —prosiguió Toribio—, lo manifiestan a través del responso y lo rezan devotamente con sumisión. Sobre todo lo hacen de rodillas ya que de esa forma alivian antes los males. ¡Y con qué celo lo hacen! Lo piden los vecinos de esta parroquia como de las colindantes en cualquier momento y lugar. Pero ser arresponsador no les libraba de sus propios males.
Pancho se sintió desconcertado. Pensaba que su abuelo se lo había contado todo. Una breve imagen de sentimientos contradictorios pasó por su cabeza: rabia e indignación. ¿Por qué se lo había ocultado? ¡Él ya era un mozo! No entendía nada por mucho que lo pensaba. El era bueno. Se querían mucho. La imagen de su abuelo con la boina medio ladeada, el pitillo entre los labios que encendía tantas veces como se apagaba era su recuerdo. Estaba tan vivo en él que esa desazón le inquietaba.
A Pancho esto no le daba tranquilidad. Le sonaba a despecho. El ceño se le encorvaba y las cejas se revolvían hasta esconder casi los ojos.
—Toribio, ¿por qué no me lo dijo? —en un momento de encono le exigió—. Usted era su amigo...
El amigo de Chano no pudo más que rebotarse. Alzó la cabeza y miró en su alrededor. Vio una piedra que podía ser una banqueta. Se acercó a ella, la arrastró con energía hasta dónde estaba Pancho, se sentó y mirándole de frente le dijo con una rabia que su labio inferior temblaba.
—¿Estás seguro que no te lo dijo?, o quizá ¿es que no estuviste atento? Todas las cosas tienen una música y una letra. Tu abuelo te lo explicó. La letra no te interesó y la música no la escuchaste. Además, a tu pregunta hay una respuesta muy sencilla. Los arresponsadores lo descubren ellos. ¡Sólo ellos!
—¡Pero si mi abuelo no iba a misa! — le recriminó Pancho.
—Esto no tiene nada que ver con los curas —le respondió pausadamente Toribio mascullando las palabras.
Lo que decía Toribio era verdad. El abuelo Chano era tratado como un brujo. Era “o demo” como decía don Eustaquio, el cura. Porque uno de los responsos que hacía era el de San Antón. Solo rezaba una parte. A don Eustaquio —cuando se enteraba—, se le hinchaba la nariz respingona y le humeaban las orejas.
—Mira chaval —siguió Toribio—. Una vez Tatolo volvía de traer las vacas de pastar. Al llegar a la cuesta del cruceiro, ¡no quisieron subir! Tatolo no sabía que hacer porque se estaba haciendo de noche. Ni con la aguijada las podía mover. Cogió una soga y las ató. Comenzó a tirar de ellas. En aquel momento yo pasaba por allí y por mucha fuerza que hacíamos los dos no pudimos hacer nada. Tampoco obedecieron. Se me ocurrió llamar al abuelo Chano. Enseguida llegó. Comenzó a rezar. Cuando iba a decirlo la segunda vez se arrodilló con devoción y casi no se le entendía. A la tercera vez no se le oía... En ese momento las vacas empezaron a subir sin ninguna dificultad.
Pancho recordó, entonces, que alguna vez los paisanos lo iban a llamar. Siempre iba a su habitación recogía algo que nunca pudo ver, ni imaginar.
Toribio volvió a tomar la palabra y a borbotones continuó:
—Sé que es difícil perder a un abuelo como el tuyo. Yo también he perdido un amigo. Un buen amigo. Y la aldea ha perdido el mejor arresponsador que haya tenido jamás.
Pasó el tiempo. En la aldea pocos quedaban. El nieto del Tatolo fue a ver al arresponsador que había en la aldea y le pidió: “¿Me puede arresponsar que mañana me examino de las oposiciones de magisterio en Santiago?”.
Le miró y le dijo:
—Pero ¿has estudiado?
Una mirada fija y seria fue su contestación.
Al momento se arrodilló delante de él y comenzó a decir: «Si precuras milagros, mira. Morte e medo desterrados. Miseria e demos fuxidos. Lleprosos y doentes sanos. O mar sosiega su ira, redimes encarcelados membros e benes perdidos recobran rapaces e vellos».
Hasta tres veces lo repitió. Mientras lo rezaba el muchacho se quedó quieto como una estatua.
El nieto del Tatolo se marchó contento y Pancho esbozó una sonrisa de complicidad.