A mi madre le gustaba mucho escribir. Yo lo heredé de ella. Su caligrafía era casi perfecta. Dejó de hacerlo desde que asumió el negocio de papá. Cuando no se me ocurrían cosas, las copiaba de un texto que me gustase. Así de esa manera lo memorizaba y me ayudaba a fortalecerla. Ahora ya soy vieja, y por eso, puedo recordar muchas cosas...
De entre todas mis hermanas, yo era de las mayores. Delante de mí iban dos. La primera, monja de clausura. La segunda ayudaba mucho en las tareas de la casa, pero no tenía carácter. En cambio mi genio me hacía ser más resolutiva. Al no estar mi madre en casa, yo la organizaba.
Un día mi hermana recibió una carta de su novio. Él se había ido a trabajar al extranjero para hacer un poco de dinero y así casarse. En ella le decía que le mandaba un obsequio. María se volvió loca de alegría. Reconozco que entonces sentí una poderosa envidia: no tenía novio y menos un regalo de un hombre.
Durante un tiempo mi hermana iba casi a diario a la Oficina de Correos para preguntar por su regalo. No llegaba. Un día tras otro subía las escaleras salomónicas que conducían a la entrada de la oficina, donde las ventanillas se disponían en un cuadrado perfecto. Al entrar, el ruido mundano de los funcionarios y los clientes producían en un ruido ensordecedor. La espera para ella valía la pena por la ilusión de encontrarse el paquete y descubrir el regalo. La respuesta del funcionario siempre era la misma.
—No hay nada para usted, señorita.
—¿Está usted, seguro?
—Seguro.
Las visitas a la estafeta se repetían sin cesar. En las últimas ocasiones cuando el funcionario la veía trataba de escabullirse. La amabilidad de aquel hombre desembocó en un mal humor bastante airado. Mi hermana con un estilo rimbombante le contestó muy enojada. Sus ojos se llenaron de aguas de impotencia, y el bigote del funcionario se encogió al tiempo que hacía con sus labios una mueca de insolencia. La ventanilla estaba en la parte baja de la Oficina al lado del reloj que colgaba del techo de unos eslabones grandes. Marcaba las doce del mediodía.
Había pasado un mes desde que llegó la carta. Mi hermana lo daba por perdido. Días más tardes, cuando ya no tenía ninguna esperanza, recibió una carta del Comisionado de Aduanas en la que le decían que había un paquete para ella, pero que no se lo podían entregar por estar decomisado. No tardó un instante en marcharse hacia el puerto. Volvió a casa en un mar de lágrimas. Mi madre me pidió que fuera yo a tratar de recuperarlo. ¿Qué será?, me pregunté.
Al día siguiente me presenté en la Aduana. Estaba enfrente del comisario pidiéndole explicaciones. Le enseñé la carta. Él con un gesto de perspicacia entrecerrando los ojos al tiempo que se echaba encima de la gran mesa de madera me dijo:
—Lo siento señorita... No le puedo entregar el paquete. Está decomisado.
Yo no me retraje y le exigí con firmeza que me lo diera. O al menos que me dijera por qué no me lo podía dar.
Masticando las palabras me lo repitió:
—No se lo puedo dar.
En un momento me quedé paralizada y no pude reaccionar, pero aquel silencio me ayudó y le contesté:
—¿Por qué?
Aquel hombre corpulento con su mostacho de color negro y blanco y labios bembones me miró, puso las manos sobre la mesa para apoyar con contundencia su argumento, y me dijo:
—Porque en éste país, este tipo de cosas, está prohibido tenerlas. ¿O es que no sabe que todos los paquetes sospechosos se abren? Pues ya va siendo que lo sepa, señorita.
—Pero al menos, ¡dígame qué es!
El hombretón se levantó y extrajo de una armario una caja de madera con el lacre roto y la cuerda colgando. Cuando estaba encima de la mesa la abrió y lo que vi me causó tal impresión que reaccioné. Le conté el drama de mi vida. Que mi padre se había muerto y que necesitábamos una alegría en casa para superar tal evento. Él me miró fijamente y me dijo:
—Señorita aquí, en éste país, está prohibido escribir.
Lo miré con ternura. No recuerdo que más le conté pero algo le debió influir. Quizá mi convencimiento y mi tozudez. Tomó el regalo en sus manos y me la dio. Le di las gracias y me marché ligera con la pluma estilográfica en el bolso. Desde entonces escribo con ella.
De entre todas mis hermanas, yo era de las mayores. Delante de mí iban dos. La primera, monja de clausura. La segunda ayudaba mucho en las tareas de la casa, pero no tenía carácter. En cambio mi genio me hacía ser más resolutiva. Al no estar mi madre en casa, yo la organizaba.
Un día mi hermana recibió una carta de su novio. Él se había ido a trabajar al extranjero para hacer un poco de dinero y así casarse. En ella le decía que le mandaba un obsequio. María se volvió loca de alegría. Reconozco que entonces sentí una poderosa envidia: no tenía novio y menos un regalo de un hombre.
Durante un tiempo mi hermana iba casi a diario a la Oficina de Correos para preguntar por su regalo. No llegaba. Un día tras otro subía las escaleras salomónicas que conducían a la entrada de la oficina, donde las ventanillas se disponían en un cuadrado perfecto. Al entrar, el ruido mundano de los funcionarios y los clientes producían en un ruido ensordecedor. La espera para ella valía la pena por la ilusión de encontrarse el paquete y descubrir el regalo. La respuesta del funcionario siempre era la misma.
—No hay nada para usted, señorita.
—¿Está usted, seguro?
—Seguro.
Las visitas a la estafeta se repetían sin cesar. En las últimas ocasiones cuando el funcionario la veía trataba de escabullirse. La amabilidad de aquel hombre desembocó en un mal humor bastante airado. Mi hermana con un estilo rimbombante le contestó muy enojada. Sus ojos se llenaron de aguas de impotencia, y el bigote del funcionario se encogió al tiempo que hacía con sus labios una mueca de insolencia. La ventanilla estaba en la parte baja de la Oficina al lado del reloj que colgaba del techo de unos eslabones grandes. Marcaba las doce del mediodía.
Había pasado un mes desde que llegó la carta. Mi hermana lo daba por perdido. Días más tardes, cuando ya no tenía ninguna esperanza, recibió una carta del Comisionado de Aduanas en la que le decían que había un paquete para ella, pero que no se lo podían entregar por estar decomisado. No tardó un instante en marcharse hacia el puerto. Volvió a casa en un mar de lágrimas. Mi madre me pidió que fuera yo a tratar de recuperarlo. ¿Qué será?, me pregunté.
Al día siguiente me presenté en la Aduana. Estaba enfrente del comisario pidiéndole explicaciones. Le enseñé la carta. Él con un gesto de perspicacia entrecerrando los ojos al tiempo que se echaba encima de la gran mesa de madera me dijo:
—Lo siento señorita... No le puedo entregar el paquete. Está decomisado.
Yo no me retraje y le exigí con firmeza que me lo diera. O al menos que me dijera por qué no me lo podía dar.
Masticando las palabras me lo repitió:
—No se lo puedo dar.
En un momento me quedé paralizada y no pude reaccionar, pero aquel silencio me ayudó y le contesté:
—¿Por qué?
Aquel hombre corpulento con su mostacho de color negro y blanco y labios bembones me miró, puso las manos sobre la mesa para apoyar con contundencia su argumento, y me dijo:
—Porque en éste país, este tipo de cosas, está prohibido tenerlas. ¿O es que no sabe que todos los paquetes sospechosos se abren? Pues ya va siendo que lo sepa, señorita.
—Pero al menos, ¡dígame qué es!
El hombretón se levantó y extrajo de una armario una caja de madera con el lacre roto y la cuerda colgando. Cuando estaba encima de la mesa la abrió y lo que vi me causó tal impresión que reaccioné. Le conté el drama de mi vida. Que mi padre se había muerto y que necesitábamos una alegría en casa para superar tal evento. Él me miró fijamente y me dijo:
—Señorita aquí, en éste país, está prohibido escribir.
Lo miré con ternura. No recuerdo que más le conté pero algo le debió influir. Quizá mi convencimiento y mi tozudez. Tomó el regalo en sus manos y me la dio. Le di las gracias y me marché ligera con la pluma estilográfica en el bolso. Desde entonces escribo con ella.