jueves, 12 de marzo de 2009

EL VEDOIRO

Manuel estaba nervioso. Sus ojos le saltaban. Entreabrió la puerta de la paridera y la volvió a cerrar. Regresó sobre sus pasos y tomó el desvío que había después de la casa. Aquella calzada lo llevó al cementerio. Allí estaba la iglesia. Entró en ella con la mirada fija en el suelo. Afuera llovía. Se paró y miró a su alrededor, a la izquierda y a la derecha, con el paraguas abierto. Se formó un charco de agua. Siguió andando por la nave central y súbitamente cerró el paraguas. La gabardina le chorreaba. El barro fue dejando su huella. Siguió de frente hacia el altar. Se paró a la altura del confesionario del párroco y se dirigió hacia él. Tocó en la puerta, abrió las portezuelas y no lo encontró.
—¿Qué haces por aquí Manuel? Parece mentira lo que has crecido.
—Busco a Don José, Ramona. ¿Lo ha visto?
—Esta mañana. Iba a la misa del pueblo de al lado. Aún no ha venido. Pero me imagino que no tardará en venir porque me tiene que dar las llaves para limpiar los candelabros que están en la sacristía.
—Yo necesito verlo urgentemente.
— ¿Pues si quieres esperarlo? O ven mas tarde.
Manuel se sentó en el banco que había delante de la sacristía. Se quitó el impermeable y lo zarandeó sacudiendo el agua que aún le quedaba. El suelo empedrado se llenó de salpicaduras. Ramona al oír el ruido se volvió. Estaba inquieto. No paraba de moverse. Se levantaba y se volvía a sentar. Cruzaba las piernas y las descruzaba. Recorría el banco de un lado a otro. Un portazo de la puerta de la iglesia le hizo girarse sobre sí mismo. No era el párroco, sino una mujer encorvada y con gayata que arrastraba los pies. Su movimiento era lento, pausado y armonioso que resonaba en el silencio de la iglesia. Se sentó cerca del altar. En la primera bancada. Posó el bastón sobre el banco sin ningún miramiento de no hacer ruido. Ella se arrodilló y cubrió su cara con sus manos. Manuel cuando levantó los ojos, se fijo en ella y exclamó:
—¡Pero si es…!
En ese momento la puerta de la iglesia se volvió a golpear. El semblante de Manuel reflejó un momento de regocijo al ver acercarse al cura por la nave izquierda. Se le acercó como cortándole el paso.
—¿Qué pasa Manuel?
—Don José estoy asustado. Tengo miedo. Lo que le voy a contar es un reto para mí.
—¿?
—Mire. La semana pasada en la misa del funeral de Doña Carmen cuando usted hizo el responso antes de que se la llevaran al cementerio, las velas del lado izquierdo se apagaron. ¿No las vio usted?
—Yo no vi nada.
—No me diga eso.
El cura lo cogió del brazo y se lo llevó a la sacristía. Entraron en ella y trató de calmar al muchacho. Pero su nerviosismo lo hacía encabritarse aún más.
—Lo de las velas sería alguna fantasía tuya. ¿Cuántas veces me has venido contando historias extrañas? Al final son todo mentiras. Ilusiones que te haces.
—No. ¿Sabe que en el pueblo hay una leyenda que cuando se apagan las velas durante un funeral alguien se va a morir pronto? No. No lo sabe porque usted lleva aquí poco tiempo. Y nunca le ha pasado. Y usted me toma como el tonto del pueblo, ¿verdad?
—Manuel, no digas eso. Son tonterías...
—Por eso no me cree. Sepa que según esa leyenda si se apagan las de la izquierda morirá un hombre, y si son las de la derecha se morirá una mujer…
—¡Vale ya!, Manuel. Sólo Dios Nuestro Señor sabe el día de la muerte y es el único que nos llevará a la otra vida. Mira hazme un favor y eso es por tu bien. Vete a casa y tranquilízate.
Los gritos del eclesiástico alarmaron a Ramona que se acercó a la sacristía. Detrás de la puerta oía la conversación. Ramona al oír aquello se santiguaba y miraba al cielo al mismo tiempo que recitaba una jaculatoria a la Virgen de la Barca. La mujer que estaba en el banco no se inmutaba. No hacía ningún gesto.
El muchacho no se quería ir. El cura le insistía que se marchara. La negación era reiterada.
—Mire Don José, quiero que me confiese.
—¡Hombre!, no.
—Sabe que no se puede negar.
Ramona se acercó al altar de San Antonio que estaba al lado de la sacristía simulando que estaba limpiando la imagen cuando salió Manuel. Lo miró. El recogió del banco su paraguas y el impermeable y se acercó al confesionario del cura, detrás de él, unos momentos después, apareció éste revestido con un roquete y una estola morada. El semblante tenso con las cejas pobladas marcaba su faz con las arrugas que le poblaban toda la cara por los dos lados. Al mismo tiempo cuando pasó a la altura de Ramona la miró en un acto de complicidad a la vez que iniciaba un resoplido. La mujer ni se inmutó. Cuando pasó por delante del sagrario el cura hizo una genuflexión. Manuel lo esperaba de pie delante del confesionario. Cuando llegó el cura se sentó cerró la puerta y Manuel se acercó y se quiso arrodillar pero se encontró con una advertencia del cura.
—Si quieres confesarte hazlo bien. Prepárate como es debido. Examina tus pecados, haz acto de contrición, y después te acercas.
Manuel se puso en un banco que había a la altura del confesionario. Dejó el paraguas y su impermeable. Después de un rato se acercó al confesionario se arrodilló y se puso delante del cura. El cura puso la mano sobre su cabeza ladeada. Los ojos los tenía cerrados. En un momento se tiró hacia atrás como si algo le hubiera movido el cuerpo. Empujó al muchacho abriendo con energía la contrapuerta del confesionario. Rodó por los suelos y se marchó directamente a la sacristía. Se quitó las ropas y corrió por la iglesia hacia la calle. La sotana al viento mostraba los pantalones negros.
Ramona que estaba al tanto de lo que pasaba se acercó al muchacho y le preguntó:
—¿Qué pasa Manuel?
—Que Don José no me quiere creer.

Cuando Ramona estaba asistiendo al sacerdote que había venido a oficiar el funeral le preguntó:
—Ramona, ¿usted sabe que ha pasado con Don José?, porque era un hombre joven y fuerte. ¿Por qué ha muerto?
—Usted si que me va a entender Don Francisco.
—Rápido que estoy impaciente.
—Manoliño, como le llamo yo, tuvo una desgracia cuando lo bautizaron. Sólo lo sabíamos Don Eulogio que fue el anterior párroco y yo. Al rapaz lo bautizó, por error, con los óleos de los muertos.
—¡Jesús! Un vedoiro

Don Eulogio se quitó la casulla, la estola y el alba. Sin ningún otro comentario hizo una inclinación al crucifijo que había en la sacristía y se fue cabizbajo al cementerio.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me sigue gustando una "jartá".
norberto

Anónimo dijo...

¡Es tan pero tan... gallego! Gústame moito, neno. Un bico

Tana