Empar Roch
monja novicia de la Comunidad Budista Sotozen
Los sonidos marcan el tiempo, siguiendo los ciclos de la naturaleza en el monasterio budista zen Luz Serena, de Requena. Ni en el mejor de mis pensamientos hubiera podido imaginar que para atravesar la conciencia del tiempo, los sonidos iban a ser tan reveladores para mí. Se trata de un lenguaje no verbal, un lenguaje no escrito, que atraviesa el espacio y se propaga más allá de la mente pensante, más allá de la densidad de cuerpo, más allá de los rituales ancestrales de cualquier cultura, o religión.
Los sonidos del monasterio me devuelven una y otra vez al presente. Aunque en ocasiones me ausente, aunque me pierda en divagaciones mentales, ellos me ayudan a retomar el instante eterno del ahora. Me ayudan a crear un hábito, una manera de iluminar el instante desde la presencia, a encender la luz de la conciencia para alumbrar las zonas oscuras y poder comprenderlas, a adiestrar la mente, la parte más salvaje del yo ilusorio, día a día, instante tras instante. Me ayudan a entrar en contacto con la totalidad de la vida “En realidad son el verdadero cuerpo y el verdadero espíritu de los Budas y Patriarca y sus sonidos deben ser aprehendidos como la verdadera enseñanza más allá de las palabras” Jundo-Shiki, Eihei Dôgen (Traducción de Dokushô Villalba)
Anunciar el despertar de la mañana con la campanita, shinrei recorriendo el monasterio, sintiendo el contacto de la tierra bajo los pies, la cúpula del cielo nítido y estrellado en una mañana sin nubes, o la humedad de la niebla en el rostro, cuando el oscuro cielo amanece con una espesa capa blanquecina. Sentir el olor de la tierra, la brisa fresca de la mañana penetrando a través del olfato, sin filtros, sin pensamientos, percibiendo la vida corporal plena que emerge tras el sueño. O contemplar al paso las siluetas de los pinos que se perfilan con la clara luz de la luna llena, mientras la sombra de sus ramas se reflejan en el suelo como raíces expandidas.
“El mokugyo tiene la facultad de sacar a la superficie, miedos, angustias, inseguridades, que laten más allá de la piel”
Experimentar el golpe seco del mazo sobre el madero, o moppan anunciando la llamada para la sala de la meditación sedente, zazen. El sonido del Inkin revelando los movimientos del maestro. Podría cerrar los ojos y tan solo por el sonido saber lo que está ocurriendo en el dojo, o sala de meditación. Tocar el umban anunciando el desayuno, el sonido metálico que se esparce por la montaña y que tiene la grata cualidad de unificar su propio sonido con los sonidos de la naturaleza, con el bello paisaje de pinos verdes que se extiende tras la campana, con mi propio cuerpo y mi mente en el instante mismo en el que toco el metal. El taiko, el gran tambor que anuncia el comienzo y el fin del samu, o trabajo consciente. Cada vez que me arrodillo frente a él, lo siento como una enorme esfera redonda que simboliza el planeta tierra dormido, al que intento despertar con cada golpe que ejecuto.
Mi relación con el mokugyo, el tambor que marca el ritmo de la ceremonia en la recitación de los sutras (enseñanzas del Budha y de algunos de sus discípulos), nunca ha sido fácil para mí. El mokugyo ha sido y sigue siendo, una especie de termómetro de cómo me siento. Tiene la facultad de sacar a la superficie, miedos, angustias, inseguridades, que laten más allá de la piel, en la zona más oscura y sombría de mí. Quizás esa misma intensa relación, sea la que me ha llevado a una de las experiencias más bellas y penetrantes que he tenido hasta el momento, en la ceremonia que tiene lugar después del zazen, la meditación sedente.
Ocurrió una mañana durante la recitación de El Sutra de la gran sabiduría. Comencé, como siempre, a marcar con el mokugyo el ritmo de la recitación de los monjes y residentes que participábamos, junto al maestro Dokushô, en la ceremonia. Pero en esta ocasión todo fue diferente. Durante los primeros compases del instrumento sentí como si la materia gris de mi cerebro se reblandeciera, se volviera esponjosa, permitiendo que el sonido del tambor traspasara mi cuerpo y derribara cualquier resistencia física, o mental. A cada golpe de mokugyo el significado de las palabras de El Sutra de la gran sabiduría penetraban en mi corriente sanguínea, abriéndose como una flor de loto, a una comprensión nunca antes experimentada. Era como si la corteza cerebral de mi cabeza hubiera abierto sus puertas y ventanas, dejando paso al sonido de los sutras, a las notas musicales, al oculto significado de las palabras del sutra. El músculo de mi cerebro se había convertido en una parte más del cuerpo, sin otra función que la de entregarse por completo a la recitación del sutra, al puro gozo de tocar el mokugyo y experimentar la comprensión de la palabra desde la misma conciencia del ser, sin pensamientos, sin juicios, sin ningún tipo de densidad emocional que condicionara la grata expansión de conciencia que experimentaba.
Esta experiencia se dio sin más y se diluyó sin más en la nada, solo queda el vestigio de una puerta que se abrió a la comprensión del significado de suniata, o vacío, en el que, como el mismo Sutra dice “Sólo hay mushotoku: nada que obtener.”
Referencia: dehumano.com
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