domingo, 15 de noviembre de 2009

LA BODA

Después de unos días todo el pueblo recordaba como se llevaron detenida al cuartelillo de la Guardia Civil a la tía Cati. Algunos la temían porque decían que tenía poderes sobrenaturales. Iba entre los dos guardias con la cabeza bien alta. No tenía que esconderse de nada, ni de nadie.

Julio estaba radiante con la expresión de alegría en su rostro. Cuando llegó fue directo a la habitación de sus padres. Allí había un armario con un gran espejo. Se observó de arriba abajo. Se miró a los ojos y se fue acercando poco a poco hasta que las dos narices vahearon, y balbució «lo hemos conseguido, ¡eh granujilla!, al final Matilde se quiere casar con nosotros».

Matilde no soportaba que Julio tuviera esas ideas que tanto le abrumaban. Para ella suponía ir en contra de sus ideales. Julio la quería y eso lo sabía. La forma de casarse era para ellos un problema ya que él no quería hacerlo por la iglesia, sino que quería vivir con ella sin que nadie mediara entre los dos. Matilde le dio un ultimátum, pero Julio no accedió. Julio cuando tenía alguna duda sobre que decisión tomar, se lo consultaba a su tía preferida, la cual no tenía buenas relaciones con sus padres, pero ya tenía sus propias ideas y no necesitaba que nadie le dijera quien era bueno o malo. Todo el mundo sabía que no era bien vista por el farmacéutico y menos por el cura. Julio irrumpió en la casa, al mismo tiempo que farfullaba «¿qué es lo que hace que las mujeres seáis tan complicadas?» Su tía que estaba cosiendo levantó la mirada y, como muchas tardes hacía, cuando él entraba ni siquiera se inmutó. Lo miró exigiendo una explicación a todo esa retahíla de palabras que parecía una jaculatoria de oraciones que no se entendían. Además llevaba en su boca una magdalena que evitaba hacerse entender. Cuando cesó todo aquel exabrupto que parecía una regañina a su tía, esta le gritó y le dijo.
—Ven aquí, y cuéntame. Para de dar vueltas, y ¡deja de comer!
—Joder tía. Es que esta Matilde no hay Dios que la entienda. Ahora quiere casarse por la iglesia y con todo boato. Ni que fuera la marquesa de…
—Mira, Julio, aunque no te guste lo que te voy a decir, esa mujer no te conviene. Es muy rara. Ya su abuela era así como ella. Ha heredado su mal gusto y su carácter. ¡Tenía unas ínfulas!… y sólo porque su padre había sido alcalde. Bien sabe Dios que gracias a eso ella se enriqueció. Se hacía llamar marquesa. De pequeñas éramos amigas, pero cuando vio el dinero no quiso saber nada conmigo. Se volvió una tragaavemarías.

Julio y Matilde habían tenido una relación tormentosa. El noviazgo fue duro. A él le gustaban demasiado las cervezas, la juerga y los amigos, en cambio para ella lo importante era tener hijos, una casa, y un marido que sólo la contemplara a ella. Entre meses y meses las regañinas fueron sucediéndose, a la vez que las reconciliaciones. La última discusión coincidió con un viaje que Julio tuvo que realizar a la ciudad. Durante unos meses dejó el pueblo para atender las necesidades de su trabajo. En este tiempo vivió en la casa de su tía Herminia, que había abandonado el pueblo antes de que fallecieran los abuelos. La distancia se convirtió en una losa para ellos. Alguna vez ella iba al teléfono y lo llamaba, pero cuando oía el sonido de llamada lo colgaba. En otra ocasión lo dejó sonar hasta que oyó su voz, pero la suya se enmudeció. El también escribió una carta en la que le manifestaba los deseos de estar con ella para todo el resto de su vida. Al día siguiente de camino al trabajo se encontró delante de un buzón de correos. La carta la llevaba encima. Miró aquel receptáculo sacó la carta del bolsillo y la cogió en sus manos, y con el dedo índice acarició el nombre de la destinataria. Agarró la carta en la mano derecha y la puso sobre la hendidura… La retiró y pensó las consecuencias que podría suponer aquella carta. Dio las espaldas a aquel mueble urbano, pero cuando dio unos pasos se giró dándose media vuelta y con decisión volvió a poner la carta en la boca del buzón. Un muchacho que patinaba por allí en un esquivo le empujó y la carta cayó a la saca de correos. Julio pensó que el destino ya estaba echado.
Después de unas semanas Julio volvió. El reencuentro no fue difícil. Los dos estaban necesitados mutuamente. Ninguno supo que estuvieron intentando romper las barreras que los separaban. Las llamadas de Matilde no llegaron, y la carta de Julio tampoco. Un pequeño incendio en el buzón de correos destruyó aquellas letras para siempre.

La guardia Civil llegó al lugar. El espectáculo que la pareja observaba no daba crédito a sus ojos. La mayoría de los comensales estaban llenos de dolor, gritando y agarrándose las tripas. Otros estaban inconscientes y besando los vómitos que habían echado. Todos los invitados estaban sufriendo de alguna u otra manera. Los novios tampoco se salvaron.

El pueblo estaba radiante. Desde hacía algunos años no se celebraba una boda. Todos estaban invitados a ella. Buen todos… no. Cati la que vive en la calle de Abajo, justo a la salida, donde se encuentra el abrevadero y el bar. En donde el pueblo comienza a perderse con la carretera. Ella no estaba invitada. La madre de Julio le prohibió que la invitase. No estaba dispuesta a solucionar las rencillas por culpa de la herencia de los abuelos. Las tierras se las había quedado ella por un error que el abuelo no deshizo a tiempo. Ante semejante situación todos los del pueblo la acusaron porque la venganza seguía viva en su cuerpo. Se quería vengar de su familia cuando los demás del pueblo no tenían ninguna culpa de todas las desavenencias de la familia. Fue tal el acoso, que la Guardia Civil la detuvo, más por su seguridad que por tener una prueba que la inculpara.
Julio se apenó mucho cuando su madre le impuso que su tía Cati no tenía que venir a la boda. No sabía como decírselo. Un día se armó de valor. La tía Cati conocía muy bien a su sobrino. Era el único que la iba a ver. Ninguno de sus hermanos se acercaba a su casa. Cuando lo vio entrar no dudó en ayudarle.
—Ya sé a lo que vienes, pero no te preocupes.
Ella sabía que desde que Julio se había decidido casar esto podía pasar. Y de hecho sabía que iba a pasar. De todo el pueblo solamente la familia de los Casones y ella no fueron a la boda. El disgusto fue mayúsculo y en los chismorreos del pueblo se comentó este hecho como una gran desfachatez.

Ella se declaraba inocente una y otra vez. El teniente, que la conocía desde muy joven, estaba a punto de jubilarse. No quería tomar ninguna determinación que le amargara el retiro y menos a quien conocía. Pero ella se lo repitió una y otra vez. La declaración siempre era la misma. En la última declaración apareció corriendo el cabo con la voz angustiada por la carrera.
—Teniente, tiene que venir…
—¿Qué pasa?
—Es mejor que lo vea usted mismo.
—¿Adonde vamos?
—Al restaurante.

Al llegar al restaurante entraron en la cocina. Lo que vio encima de la mesa donde el cocinero hace los cortes de los alimentos hizo mirar al cabo y le preguntó:
—¿Este es el cuerpo del delito?
—Si mi teniente. La salamandra estaba en el puchero.