viernes, 15 de enero de 2016

La alquimia en los fogones de un monasterio zen




Empar Roch, tenzo Monasterio Zen Luz Serena




A las seis y media de la mañana el sonido de una campanita anuncia el despertar en el monasterio budista zen Luz Serena. Hay una diminuta senda que recorro cada día hasta llegar al dojo, la sala de meditación para practicar zazen, la meditación sedente. Cincuenta minutos en silencio sobre el zafu (cojín de meditación), cincuenta minutos en los que solo hay que “sentarse y sentirse”, como dice el maestro Dokushô Villalba; en los que el silencio del mundo interior y exterior se vuelven uno y te prepara para comenzar el día.

Eihei Dôgen en su obra el Fukanzazengi comenta: “El zazen del que yo hablo no es una técnica de meditación. Es la Puerta de la Paz y de la Felicidad.” Y es en ese estado de paz y de felicidad como inicio la jornada en la cocina, tras el desayuno. Y en ese mismo estado comienzo la tarea de pelar las patatas, limpiar las verduras, cortar las zanahorias, encender los fogones, rehogar las cebollas y los ajos, es decir preparar el menú del día.

“Solo un acto de amor hacia 
nuestro propio ser 
y hacia los alimentos 
que nos dan la vida 
puede curarnos de 
nuestra inconsciencia”

Cada acto en sí mismo, cada movimiento se convierte en una entrega, en un abandono, en una manera de estar en la cocina y en la vida, que nada tiene que ver con el modo de abordar los trabajos que realicé en el pasado. Cada instante se convierte en un instante único, auténtico, profundo y mágico. Es como si el cuerpo se transformara en una antena de radio con la capacidad de elegir la frecuencia energética en la que vibrar a la hora de elaborar los alimentos. Cómo atravesar una abertura en la que poder transcender el espacio y el tiempo para experimentar la vida y poder dar vida a los alimentos que se transformarán en el interior de nuestro organismo en órganos, tejidos, células, moléculas… formando parte de nosotros mismos.

Poner conciencia en la cocina también supone, para mí, encontrarse con la sombra y abrazarla. Abrazar las múltiples capas con las que ocultamos aquello que no queremos ver porque nos duele. Ese cuarto oscuro donde hemos ido soterrando nuestros miedos y resistencias, esa caja de pandora que huele a verdura y a fruta entumecida. No en vano la alquimia de los fogones llega hasta el lugar más recóndito de nuestro verdadero ser, a la plena presencia a la que todos podemos tener acceso, si somos capaces de iluminar nuestra sombra y transformarla en amor. Ese amor que nos llegó con la lactancia, con el primer sorbo de leche con el que nos alimentó nuestra madre.

Pero antes que la lactancia, incluso antes de que nos cortaran el cordón umbilical y nos separaran físicamente de nuestra madre, está la respiración. La respiración es el primer acto que realizamos al nacer y el último que realizamos antes de morir. Es un acto de amor a la vida. Respirar, tomar conciencia de nuestro cuerpo, sentir como el oxígeno limpia y oxigena nuestra sangre, el líquido de la vida que nos recorre por dentro. Respirar mientras cortamos el pan o las verduras, sentir el aire oxigenado mientras elaboramos los platos o preparamos el postre. Tomar conciencia de la postura corporal, del modo en que tomamos el cuchillo en nuestras manos, como si fuera una prolongación más de nuestro cuerpo. Inhalar y exhalar sintiendo como el espacio entre ambos movimientos se agranda y se llena de luz, se llena de alegría solo por el mero hecho de seguir respirando.

Solo un acto de amor hacia nuestro propio ser y hacia los alimentos que nos dan la vida puede curarnos de nuestra inconsciencia. Solo un acto de amor hacia la madre de todas las madres, la Tierra, que nos alimenta y nos da cobijo, puede salvarnos. Y como madre de todas las madres, a poco que nos esforcemos en cultivar el huerto nos regala las frutas y verduras necesarias con las que alimentarnos, nos regala el agua de los ríos y los manantiales con los que hidratarnos. Y en respuesta a su desinteresada entrega le correspondemos contaminando el agua y las cosechas con pesticidas y residuos tóxicos con los que, paradójicamente, nos envenenamos a nosotros mismos.

En el monasterio zen Luz Serena hay un pequeño huerto en el que cultivamos tomates, pimientos, berenjenas, ajos… La dificultad que tenemos en estos momentos es que carecemos de agua. Un camión cisterna nos la trae varias veces al mes para el uso diario. Aunque hay una depuradora con la que se aprovechan las aguas residuales para regar las plantas y los árboles del jardín, estas no son buenas para el cultivo de alimentos, y el monasterio no tiene dinero para conectarse a la red de agua corriente situada a cuatro kilómetros de distancia. Ojalá algún día suceda el milagro. Ojalá algún día podamos cultivar nuestras verduras y nuestros árboles frutales dentro del monasterio, en el mismo lugar donde residimos. Cerca, muy cerquita de la cocina.

Empar Roch
Tenzo Monasterio Zen Luz Serena

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