domingo, 22 de febrero de 2009

¡IGNACIO DE MI CORAZÓN!

Entró en casa y se dirigió al salón, allí depositó el bote de cristal en la estantería con sumo cuidado, al lado de sus recuerdos. Se alejó y volvió para retocarlo.

El médico de la ambulancia la esperaba, y cuando llegó destapó el cuerpo que estaba tendido sobre el sofá. Al mismo tiempo le decía: «lo encontramos así: con la boca abierta y la mirada desorbitada. No pudimos hacer nada. Parece ser que una amiga nos llamó y acudimos enseguida. Creemos que hace una hora que murió». Pero al fijarse en aquel cuerpo, se quedó helada. No podía ser cierto. ¡Díos mío, pero…, pero si parece Ignacio! El colega de las urgencias le preguntó si le pasaba algo, pero ella negó con la cabeza. El médico del Samur dudó...

En el laboratorio antes de comenzar la autopsia acarició el cuerpo de Ignacio dulcemente y palmo a palmo. Primero la cabeza…, se detuvo en el pecho. Su sexo se lo cogió con una mano, con la otra acariciaba sus pectorales. Ahora era suyo. Se asomaron a sus ojos unas tímidas lágrimas. Habían pasado años desde que no lo veía...
Era la primera vez que lo tenía a su voluntad. Se quedó extasiada observándolo. ¿Cuántas veces lo había visto en la playa cuando iban a bañarse con toda la pandilla? Sólo una vez lo vio desnudo. Fue en la playa de Barrañan, cuando entre las dunas estaba haciendo el amor con Marta, una de sus mejores amigas. Aquello le indignó. Era un mujeriego. Tenía un cuerpo bonito, y aún lo conservaba. ¿Qué has hecho para acabar así? Tenía el bisturí en una mano y la otra lo seguía acariciando. Sentía placer. Con sus ojos observaba las caricias, y cuando llegó a la altura del hígado, vio la huella que le dejó aquella pelea en la plaza de Vigo, sólo por hacerse el valiente y el hombre delante de sus mujeres, que acabó con un navajazo que casi le cuesta la vida.

Era verano las tres amigas estaban en la playa con toda la pandilla. En un lado los hombres, y en otro las mujeres. Entonces apareció él. Era como un armario de tres cuerpos. Ninguna de las tres tenía duda de aquel tipazo. Su tez aniñada, contrastaba con su cuerpo que se marcaba debajo de la ropa. Casi siempre la llevaba ajustada para que sus pezones resaltasen. Le gustaban mucho los lacostes. Entre la abertura del pecho se asomaba su vello que hacía juego con los pelos de su cabeza. Su ropa ceñida también marcaba sus brazos casi musculosos. Entre ellas contaban historias de él. Elena que se había tirado a unos cuentos. Amalia no podía ni acercarse a él y, Eugenia, decía que por sus narices se lo tiraría. Todas estaban de acuerdo que estaba bueno y que su cuerpazo era imponente. Amalia estudiaba en la Facultad de Medicina, y la envidia le carcomía «a mí ese tío no me interesa. De toda la pandilla estáis todas locas por él, pero es un tío que no vale la pena. No busca otra cosa que follar. A mí me importan otras cosas».
Eugenia la increpó, «vosotras las intelectuales os pasáis la vida alardeando, pero tíos como éstos, no los vais a encontrar en la universidad. Muchas habláis, pero os encantaría tiraros a un tío como éste».
Amalia se encabritó, y se le encogió el ceño por aquel comentario.
El viento se levantó de repente e interrumpió la conversación. Elena callaba. Cuando llegó a su altura Ignacio le guiñó un ojo a la vez que saludando se quitó la ropa quedándose en bañador. Se puso de espaldas a ellas en el corro de los chicos. Entre ellos comentaban como estaba el agua de la playa. Al bajarse el pantalón, el bañador se deslizó y se comenzó a ver el inicio de la raja de su culo. Ellas, sobre todo, Amalia y Eugenia se miraron. Él volvió a esbozar una sonrisa irónica, como si lo hubiera hecho a propósito.
Entre todos —después de aquel paseíllo como si fuera el de un torero que entre en la plaza—, se tumbó mirando al sol al mismo tiempo que sacaba un cigarrillo. No tenía fuego, pero Elena se acercó y le ofreció un mechero. El le contestó ofreciéndole uno. Elena aceptó.
En un instante Elena y Ignacio desaparecieron. Eugenia y Amalia se miraron dándose cuenta de la ausencia de los dos. Nadie más que ellas se percataron. Las dos se encogieron de hombros, pero su curiosidad podía más. Fueron a buscarlos. No tardaron en encontrarlos. Estaban haciendo el amor detrás de unas dunas que los escondía. Amalia se indignó. Se sintió engañada. Elena se lo había ocultado. Estaban tan afanados, que ni siquiera sintieron la ola que los invadió.


«¡Pero Amalia, aún no has empezado!», dijo el doctor Moreno. Era su jefe, con quien iba a realizar la autopsia de Ignacio. Le reiteró, ¡Joder, que tenemos mucho trabajo! Empieza mientras preparo la grabación. Amalia volvió a observar aquel cuerpo, que aunque había estado en la morgue aún lo veía hermoso. La cara estaba flácida y el semblante alterado, aunque en algunas partes de su cuerpo denotaban manchas de color vinoso. Amalia estaba absorta pensando en la putrefacción de aquel cuerpo hermoso, que tanto había adorado y que nunca lo había podido poseer. Ahora estaba en sus manos…
«Venga Amalia vamos, que es para hoy. Empieza la incisión por el hombro izquierdo hasta llegar al ombligo» —le decía el doctor Moreno—. Cuando hubo terminado la incisión del cuerpo de Ignacio, separó con una calma minuciosa, la piel, la pared pectoral aquella que marcaba sus pechos en la playa —aún los recordaba—, el músculo y los tejidos suaves. Inmediatamente cedió la sierra eléctrica a su compañero y serró el esternón. Al separar las costillas vio el corazón y se le nublaron los ojos al verlo.
El doctor Moreno procedió a sacar el corazón para diseccionarlo. Aquí está la causa de la muerte. Mira Amalia —le dijo el doctor señalándole el corazón—, ella asintió al ver un taponamiento cardiaco secundario a la ruptura de la pared libre del ventrículo izquierdo. Le dio el corazón. Entre sus manos temblorosas se dirigió al lavadero. Allí lo lavó y lo pesó. La autopsia terminó enseguida. El peso del corazón era normal: el de un cadáver. Creo que puedes terminar tú. Cierra el cadáver. Y acuérdate de lavarlo y secarlo tanto interiormente como exteriormente. Como si no lo hubiéramos tocado.
Amalia le contestó con seguridad, al mismo tiempo que denotaba una cierta satisfacción que le dejara terminar a ella el trabajo.
Volvió a mirarlo de arriba abajo. Entre dientes al tiempo que iba lavándolo interiormente le cantaba aquella canción que Elena decía que le gustaba. Lo suturó. Amalia terminó su trabajo y se fue contenta. Había hecho un buen trabajo. Se despidió de él dándole un beso en la boca. Aunque el cuerpo estaba frío lo sintió caliente y hermoso. Con su aliento embelesado le susurró: «Adiós amor mío. Ahora sí que estaremos juntos para siempre».

«Eres mío. Me perteneces. Ahora estaremos juntos para siempre». Así pensaba Amalia lanzando un suspiro profundo mientras se recostaba en el sofá del salón, al mismo tiempo que fijaba su mirada en la estantería

1 comentario:

Sara Fedrika dijo...

Vaya, has dado un giro con este relato. Es más crudo que otros. Me gusta.
Me ha recordado a uno que tengo yo de una farmaceútica que se enamora del alcalde del pueblo. Creo que lo colgaré en mi blog. Pero tendré que quitarle mucha paja.

Enhorabuena.