miércoles, 11 de febrero de 2009

EL TUFO INSOSPECHADO

Yo era soldado. Moría la primavera de 1938. Aquel momento produjo en mí una intensa huella. Tenía entonces veintiún años. En mi recuerdo: mis campos y mi pueblo...

Íbamos en los camiones amontonados con nuestras trinchas y macutos. Nuestros cuerpos elevaban una canción a la melancolía. Las carreras de sudor impregnaban las frentes, y las motas de agua que se arrinconaban entre las cejas, bailaban al unísono con el tufillo de las guerreras por los días llenos de tristeza. El vehículo se detuvo. Oímos un grito. Era el cabo que vociferaba: «¡Abajo! Aprovechad para comer lo que tengáis.» Un mendrugo de pan y un poco de agua era lo que tenía. No me apetecía comer. No tenía hambre. Aquel habitáculo rodante me había bloqueado el estómago. Bajamos para estirar las piernas y el cuerpo. Siempre con mucho cuidado porque un ataque enemigo podría suceder en cualquier momento. Nos habíamos quedado sin gasoil. Repostamos en un lugar a caballo entre Guadalajara y Teruel, hasta que el tanque de reserva abasteció a toda la columna. Aprovechamos el tiempo. Unos para comer y otros para otras cosas. Salimos de aquellas pocilgas rodantes, que emanaban hedores insoportables aunque ya las narices no los distinguían. Nuestros cuerpos se habían acostumbrado a ellos, como las nalgas a las tablas que hacían de asiento en los laterales de los camiones. Amontonados como animales pasando calor y, a ratos, angustia, sabíamos a dónde íbamos, pero no cuando volveríamos...
En el lugar en que nos detuvimos había un campesino que estaba arando la tierra con dos mulas. Al ver aquella escena se me agitó el cuerpo. Me acerqué. Miré al suelo. Percibí aquella tierra húmeda y negra, y sentí como su perfume invadía todo mi cuerpo. Antes de bajar al campo lo observaba y observaba... Me decidí. Bajé. El hombre también vio como lo curioseaba. Al pasar por donde yo estaba, se paró y me miró. Me quité la gorra y la abracé a mi costado izquierdo. Le dije: «¡Buenos días!». El campesino me contestó de igual manera.

Me quedé inmóvil. Recordé a mis mulas y mis bueyes. La complacencia de aquella imagen y el recuerdo de mis animales pastando y arando, me había abstraído por momentos de la realidad. Pensaba que el pueblo no estaba solo. Mis padres se habían quedado cuidando la casa y el trabajo. Mi madre ayudaría en la comida de los animales, ordeñaría las vacas...
Acaricié el lomo de las mulas: estaban sudando. Me llevé la mano a la nariz y aspiré. Aquel olor atravesó todo mi ser y produjo en mí un sentimiento de nostalgia.
El campesino al ver aquella escena, me mostró los arreos. Me emocioné. No me podía creer lo que estaba pasando. Dejé en el suelo el mosquetón, el macuto en donde estaba atado el casco, me quite las trinchas y las cartucheras, después la guerrera, a su lado dejé la cantimplora y todo lo que me sobraba. Me subí al arado. Miré los arneses. Las riendas estaban mojadas con el sudor de las manos callosas del campesino. Escupí en las mías. Las froté y cogí las bridas dando una orden a las mulas. Seguí el trabajo. Las mulas, la esencia de la tierra arada, y la sintonía entre ellos era lo que importaba. Yo miraba hacia delante. Entre las orejas de las mulas veía el horizonte. No imaginaba nada, ni siquiera pensaba que era soldado en ese momento. Solo tenía que arar. Ante todo estaba la tierra, las mulas y yo.
Cogí los arneses de las mulas y durante un tiempo seguí haciendo el trabajo del campesino. Vi de reojo como se echaba la boina hacia atrás y encendía la pava humedecida que estaba pegada a su labio inferior y cruzaba sus brazos observándome. La semblanza que tenía, cambió de tal manera, que el campesino esbozó una sonrisa que a la vez cómplice, mostró ternura. Él era un hombre ya curtido por los años y la siega.
Éramos ajenos a la guerra. Tanto uno como otro nos olvidamos de ella. La transmisión de sentimientos y la unidad que los dos manteníamos en esos momentos nos hizo olvidar —sobre todo a mí— que no había otra cosa que importara allí. Las mulas, el arado, y que la tierra estuviera perfectamente levantada. Me sobresaltó el pitido de reanudación de la marcha. Me bajé del arado. Miré al labrador. Giré la cabeza y vi con indiferencia cómo subían a los camiones. El cabo volvía a vociferar haciendo aligerar a todos los hombres. Los ruidos de los motores apagaban casi su voz ronca. Desde aquel lugar vi como la columna se empequeñecía en mis ojos: se encogía, y se encogía..., hasta desaparecer. Aquello me produjo una emoción que compartí con Manuel cuando miró el petate abandonado al borde del camino.

2 comentarios:

Sara Fedrika dijo...

Qué recuerdos me trae este relato!

Lo leíste en Casablanca. Pusiste una foto en blanco y negro o color sepia, si no recuerdo mal. Yo leí el de la chinita Li-Yu.

La tierra tira. En el pueblo de Javi la gente quiere ser enterrada en "su tierra". Eran otros tiempos. Ahora ha cambiado todo tanto... Es la misma tierra que un día nos pasará factura.

Me ha gustado volver a leerte.

Anónimo dijo...

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